“Lo único que aman más que a un héroe es ver a un héroe fallar, caer, morir en el intento”. Duende Verde (Spider-Man)
Amanece España, otoño de un año cualquiera. El telón se alza una vez más sobre el teatro de lo absurdo en donde el protagonista no es Hamlet, ni tampoco un Don Juan arrepentido, es el inefable Capitán Mafias, héroe de opereta, bufón de palacio y emperador de la pantomima institucional.
Nuestro héroe se representa a sí mismo. Es un ególatra, un individualista que se contempla cada mañana frente al espejo de la vanidad confiando en percibir una nueva revelación. Pero no vive solo. A su lado, como en toda buena obra teatral, desfila la Patrulla Mezquina que es la Corte de los milagros, y también su familia fantasma. Todos son personajes tortuosos, altivos y soberbios, son vanidosos y luchan cada día contra enemigos invisibles, medrando con la discordia y buscando perpetuarse bajo el decreto de la presunción. Lo hacen día y noche, roban, despojan, saquean y desfalcan. Distraen a la soldadesca y con dulzura les privan de absolutamente todo con cándidos mensajes recitados con voz melosa: ¡No tendrás nada, pero serás feliz!, dicen, y el pueblo entretanto ya no sabe en dónde vive, si en democracia o en una comedia, pero aplaude resignado. Ya no les queda nada, les han desplumado, pero también han secuestrado sus libertades, defraudado, malversado, estafado, ¡lo han trincado todo!
El Capitán Mafias se cree un galán de novela romántica. Se ve muy apuesto y tanta es su soberbia que se mira a sí mismo por encima del hombro. Alto, delgado, maquillado y con pómulos muy marcados, tanto que los asume como estigmas. Es un personaje pérfido y desleal. Su escudo, una órbita multicolor de diferentes gamas y tornasoles que bien parece diseñada por un pintor daltónico, es el emblema de una banda que no respeta entre lo público y lo privado.
Pero en toda esta historia no faltan los Hooligans del Trapillo —los Intrépidos del Nautilus—, esa turba vociferante que mezcla estulticia con la performance, como si la vida fuese un carnaval perpetuo. Chillan, gesticulan, son ávidos rebeldes que se indignan por decreto. No se enteran de que su revolución es de papel maché, y que ni del río al mar ni del mar al río, que su ruido es solo un rumor.
La prensa, por supuesto, hace su parte en esta comedia. Con pluma servil y tinta subvencionada, convierte al villano en héroe y al héroe en apestado. Ahora el público ya no sabe si está en el patio de butacas o en el gallinero, así que visiona la película con cara de alma de un simple contribuyente.
Pero el telón cae y el Capitán Mafias, en esta cuarta temporada, se ve deslumbrado por el Sargento Pelouriño y la dama del Nogal, quienes curiosean de manera inocente y le presionan todo lo posible, luchando por su independencia y sabiendo que sus ignominiosos planes tendrán una buena recompensa. Sumido en su propia gloria, el Capitán Mafias intentará tapar todo lo posible todas las penas y los penes, el acoso y el abuso, las promesas y los presos, por eso ha tomado otros senderos buscando desviar la atención.
El Capitán Mafias sabe perfectamente que el final se acerca, que la camisa de rayas le espera y que sus acalorados amigos —los sauneros— le recibirán con los brazos abiertos en el penal de la historia.
Sin duda, en este régimen lo importante no es dirigir…, sino aparentar que se dirige.