Entre cafetales y montañas donde cantaba el sinsonte, al oriente de Cuba y en los alrededores de Santiago y Guantánamo nació el son a fines del siglo XIX, el mismo ritmo que hoy la Unesco acaba de consagrar como Patrimonio de la Humanidad.
Y no es para más; nació como “nengón”, un ritmo que bailaban los campesinos en fiestas patronales, con sombrero, camisa blanca y machete al cinto, atavío distintivo del guajiro cubano, una estampa que universalizó Joseíto Fernández cuando cantó los versos sencillos de José Martí: “Tiene el leopardo un abrigo/ en su monte seco y pardo/ yo tengo más que el leopardo/ porque tengo un buen amigo…”
El son creció en medio de las batallas independentistas de los mambises contra el ejército español, a fines del siglo XIX, y los soldados, con sus guitarras, lo llevaron a La Habana: “Yo soy un hombre sincero/ de donde crece la palma/ y antes de morirme quiero/ echar mis versos del alma…cultivo una rosa blanca/ en mayo como en enero/ para el amigo sincero que me da su mano franca…”
El son, en su clave de tres por dos y de dos por tres, es el padre de lo que hoy llamamos salsa, o sea que es el progenitor de la alegría del mundo.
En 1917 resonó por toda la isla con el Cuarteto Oriental; más, Cuba innovó con el formato musical de los sextetos y septetos, de los que se elevó la voz de intérpretes como Sindo Garay, María Teresa Vera, Abelardo Barroso, Miguel Matamoros, Roberto Faz, Benny Moré y Carlos Embale, entre muchos otros. Algunos musicólogos aseguran que de la melodía “Échale salsita”, del Septeto Nacional de Cuba, nació la expresión “salsa”. En la base del son están pioneros como Ignacio Piñeiro y Arsenio Rodríguez. Piñeiro fue también albañil y dejó para el mundo aquel célebre verso que dice: “El son es lo más sublime/ para el alma divertir/ se debiera de morir/ quien por bueno no lo estime…”
Uno de los grupos que más huella marcó en la difusión del son, fue el trío de Miguel Matamoros, el cual conformó con los guitarristas Ciro y Cueto. Tocaron melodías que trascienden hasta hoy, como “De dónde son los cantantes”. “El paralítico”, “La mujer de Antonio”, “Hojas para baño”, y el bolero “Olvido”: “Aunque quieras olvidarme/ ha de ser imposible/ porque eterno recuerdo tendrás siempre de mí/ tus caricias serán el fantasma terrible/ de lo mucho que sufro/ alejado de ti…”
El son se tocó originalmente con guitarras, bongó, claves, marímbula, botijuela y contrabajo, aunque el son jarocho se interpretó también con quijada de burro. En formatos más grandes, agregó la trompeta, el laúd cubano y el requinto. Arsenio le sumó piano y bajo eléctrico: “Bruca Maniguá”, “El reloj de Pastora”, “Fuego en el 23”, “Hachero pa´un palo…”.La base rítmica de Los Guaracheros de Oriente fue el son: “La fiesta no es para feos”, con una forma de cantar e interpretar mucho más rápida y alegre, con letras picantes.
Pero una de las grandes epifanías del son se dio ya en los estertores del siglo XX, cuando Ry Cooder con su hijo Joachim y la ayuda del músico cubano Juan de Marcos González, fueron a La Habana en busca de las raíces del son en medio de las ruinas. De ahí emergió Buena Vista Social Club, el filme de Wim Wenders (1999) con unos músicos que muchos creíamos difuntos, pero que estaban ahí en una suerte de resistencia entre la miseria y el olvido: Rubén González, Compay Segundo, Ibrahím Ferrer, Manuel Licea, Puntillita, Omara Portuondo, Pío Leyva, Orlando Cachaíto López, Eliades Ochoa, Barbarito Torres.
Cuando se presentaron en Carnegie Hall en Nueva York, hubo un momento en que la cámara se detuvo en los ojos de Ibrahím, el momento exacto en que empieza llorar de la emoción, él que pasaba sus días en Cuba como lustrabotas. En ese instante muchos supieron que el son nunca murió ni morirá.
Cuando vi la película en Connecticut, ocurrió algo inusual: al final, todos de pie, en cerrado aplauso.