En el capítulo anterior contaba cómo un leve incidente —un aleteo de mariposa— trastocó mi vida por completo. Ocho años duró ese giro, sereno en apariencia, pero agridulce en el fondo, como esas mareas que no hacen ruido, pero arrastran. Fue entonces cuando conocí el dolor verdadero, ese que no se grita, sino que se llora en silencio: el de perder a un ser querido no humano, mi perra Lassie. Su ausencia me enseñó que también se puede naufragar en tierra firme, y que hay lágrimas que no se secan, solo se esconden.
Ya no ladra el sol,
pero en cada amanecer
la escucho volver.
En lo profesional, hubo momentos en que aquel aleteo se convirtió en aletazo de ballena, derribándome del caballo como a un Saulo camino de Damasco. Y también ocurrió en un instante. Había puesto una evaluación en Geografía Humana. Me gustaba proponer títulos genéricos para que los alumnos se explayaran con frases bien construidas y un uso decoroso de la ortografía. Así que puse: Japón.
Corregir exámenes nunca fue mi deporte favorito. A veces exigía una lectura forzada de grafías imposibles, una labor heroica de interpretación caligráfica y arqueología gráfica, desentrañando jeroglíficos domésticos con técnicas de decodificación manual.
Hasta que me tocó el examen de un alumno que no brillaba por su esfuerzo ni por su talento, pero sí por su simpatía gamberra. Al final de mi carrera docente le cogí un gran cariño, como a casi todos. En su folio, bajo la firma del “fulanito”, había una única frase que resumía su visión del tema: Japón tiene un gran problema de densidad (no especificaba si humana o de otra índole), que tiene muchos chinos por metro cuadrado.
Solté una carcajada. Exclamé: “¡Qué burro!”. Y entonces sentí el aletazo. Dejé de reír. Con ojos glaucos pensé: qué fracaso de profesor soy, incapaz de motivarles a aprender a aprender.
A partir de ese momento cambié radicalmente mis tácticas. Me preocupé en que entendieran lo que leían. Descubrí que su gran lastre era la comprensión lectora. Les propuse escribir la Historia desde lo vivido: preguntar a padres y abuelos por sus recuerdos vitales.
Y fueron ellos quienes me enseñaron una nueva forma de periodizar el pasado. La resumían así: de antes y después de la guerra.
Así que ya saben, queridos lectores: a la época de cuando fuimos peces le sigue el tiempo de los moros, continúa con el antes de la guerra y finaliza con el después de la guerra, hasta nuestros días.