Cápsulas viajeras

La madre de todas las ciudades

El Cairo
photo_camera El Cairo

Del centro de El Cairo moderno hacia la periferia, el entorno se volvió desesperanzador y triste. Decrépitos edificios parecían estrecharse unos con otros, los aparatos de aire acondicionado fuera de las casas dándole a los bloques de apartamentos un aspecto apocalíptico, algunos con muros y paredes de ladrillo a la vista, antenas parabólicas por doquier en los tejados, ropa colgada; algunas ventanas sin cristales, otras tapiadas con cemento, bloques inacabados, a medio construir, vigas de acero descubiertas apuntando hacia arriba a un cielo sucio. Un fuerte hedor a cañería lo invadía todo mientras perros y gatos rebuscaban comida entre montañas de basura. Algunos niños jugaban a la pelota mientras la ciudad lo devoraba todo. Sin embargo, lentamente, las calles de los suburbios de Guiza me conducían a las pirámides, y así, sin más, se cortó la ciudad ante mis ojos como una máquina taja los folios de papel. Al instante, la sombra que se cernía sobre la capital se retiró y entonces la luz incandescente del sol se reflejó sobre la arena del extenso desierto, mientras aparecía con mayor claridad la necrópolis de Menfis, capital del Imperio Antiguo. Sombra para los vivos y luz para los muertos. 

Lo primero que encontré fue, esculpida en roca arenisca, la gran Esfinge. Un guía pesado me abordó con su camello, insistiéndome en montar a lomos del animal, pidiéndome altas sumas de dinero porque no había hecho su día, pero eso no importaba: la Esfinge, su cabeza humana que podría representar al faraón Kefrén y su cuerpo de león, estaba frente a mí. Dejé volar mi imaginación, sin hacerle caso a aquel hombre, y su figura por un instante eclipsó a las tres monumentales pirámides que estaban de fondo. Aquella Esfinge, que nadie sabe quién construyó ni cuándo, contemplaba el sol con su mirada fija que parecía cobrar vida a pesar de sus más de cuatro mil años. Cautivaba verla por su halo misterioso. Era realmente la eterna salvaguarda de las pirámides, vigilante del día y la noche de Guiza, símbolo celestial y terreno de poder. 

A medida que el paso me conducía al complejo de las pirámides, más asombrado quedé con aquellos misterios. Era inquietante estar allí, solo, ante edificaciones tan por encima de lo que uno cree que el hombre es capaz de hacer, pero allí estaban, erguidas sobre la arena del desierto: Kefrén, Keops y Micerino. En aquel momento solo podía alzar mis manos, admirar la majestad de aquellas construcciones y del universo, sentir cómo el enigma le da belleza a la vida, pues el ser humano busca su lugar, responder sus preguntas, aunque al final solo le basta reconocer su ignorancia. El recubrimiento original de piedra caliza en la cúspide de Kefrén, que aún se conserva, recibía el sol y lo despedía. La pirámide absorbía la luz como una esponja absorbe el agua, invariable al clima y al tiempo. Al estar frente a Keops, la más antigua y de mayor tamaño de las tres, me quedé sin aliento; simplemente fue inevitable preguntarme de nuevo, con infantil asombro, ¿quién soy?, ¿de dónde vengo? Más alejada, vi la pirámide de Micerino, alineada con sus hermanas, abrazándose al desierto que se extendía sin límites. No pude evitar pensar en la antigua Menfis, con sus lúgubres dioses en búsqueda de la eternidad.

El Cairo
El Cairo

En mi humilde empeño por conocer un poco mejor la ciudad y sabiendo que me quedaban algunos días libres, visité el barrio copto, la zona cristiana de El Cairo antiguo, en el distrito de Fustat, ubicado en el mismo lugar de la antigua Fortaleza de Babilonia. Cuando entré por una de aquellas puertas que se ubican en un entresijo de callejuelas, me encontré con miles de libros, pinturas y cuadros con fotos antiguas que cubrían estanterías de madera, apoyadas sobre las paredes al aire libre. Allí, mientras un hombre con una carretilla echaba cemento a los adoquines, me entretuve rebuscando entre los libros. 

Los comerciantes, que vestían con pantalones vaqueros y camiseta, se sentaban a lo largo del pasillo de la misma calle en largos bancos de madera. Algunos llevaban tatuado en su muñeca el símbolo de la cruz copta. No había tanto bullicio como el acostumbrado en la parte moderna de El Cairo, pero sí mucho movimiento. Se trataba de un lugar pequeño, de calles estrechas y altos muros con arcos de piedra. Luego de avanzar por un patio exterior y subir una escalinata, accedí al santuario interior de la iglesia de Santa María Virgen, coronada por sus dos campanarios. Saliendo de la misma a través de las calles traseras, di con la sinagoga Ben Erza, templo de los palestinos, donde se cree que la mujer del faraón encontró al bebé Moisés en su canasta de juncos, alrededor la iglesia de los santos Sergio y Baco, en cuya cripta, según la tradición, vivió la sagrada familia –José, María y su hijo Jesús– durante su estancia en Egipto. 

Del mismo modo que las pirámides hacían pensar en los faraones y los enigmáticos dioses egipcios, las calles del barrio copto estaban llenas de simbología cristiana y judía. Entraban los feligreses a escuchar la misa y a rezar a los santos; otros salmodiaban con la Torá en mano, pero, sobre todo, nunca dejaba Egipto de entrañar misterios, de enseñar enigmas. 

Después de un rato, el día se me hizo turbio, pesado. Me sentí abrumado, tal vez por ello aceleré el ritmo, buscando una salida, hasta que di con un cementerio cuyas tumbas estaban adornadas con coronas de flores naturales en forma de cruz, las mismas cruces que tallan en sus lápidas, altares y dominan las cúpulas de las sinagogas e iglesias. 

A veces parecía como si hubiera muchas ciudades en la misma ciudad, pues entrar a cada barrio era como atravesar una puerta a un mundo diferente. Entendí que no en vano El Cairo fue conocida por los egipcios como “la madre de todas las ciudades”. Era imposible conocerla en un día, en una semana, un mes; ni siquiera en años. Sus matices eran infinitos. Cuando salí del barrio copto y me subí a un taxi para visitar el barrio islámico, comencé a cruzarme con obras, retenciones, accidentes, atascos, bocinas estridentes que competían. Entonces, en medio del caos, recordé que estaba en El Cairo, mi interior se apaciguó y, a pesar de mi desorientación, la ciudad se abrió bella y fecunda mientras que el conductor saltaba un semáforo en rojo o daba marcha atrás por una vía de única dirección, como si resolviera el enigma de un intrincado laberinto. 

Mirase donde mirase, así fuera desde el interior del coche, todo estaba cargado de una inusitada intensidad. Se alzaban a lo lejos los minaretes de las mezquitas en lo alto del monte de Muqatam, la ciudadela de Saladino, y entre todo eso puedo decir que estaba en mi salsa, viviendo El Cairo, dándole una vuelta al tornillo para buscar su ajuste, porque era en sus calles donde se engranaban todas las piezas. Por aquel motivo terminé mi carrera en Jan el-Jalili, el antiguo bazar de la ciudad, que se situaba en el corazón de El Cairo islámico. De repente me vi inmerso en un enorme mercado, el cual tiene tanta cantidad de pequeñas tiendas y recovecos que lo mejor que podía hacer era dejarme llevar sin más. 

Pasee entre la multitud, sorteando comisionistas, niños, carritos de carga, todo lleno de visitantes y familias locales que acudían a regatear y hacer sus compras. En contraste con el barrio copto, todo palpitaba a un ritmo más agitado. La insistencia, el ruido, las voces de los comerciantes cairotas, el natural desasosiego, todo ello producía un impacto extraño y seductor al mismo tiempo, mientras caminaba entre quioscos de rejas metálicas, abiertas de par en par, en cuyos interiores había cojines, telas, pañuelos, alfombras de vistosos diseños, colores. Se vendía todo tipo de souvenirs, aunque no me detuve a comprar nada, busqué mimetizarme como un camaleón. Es allí, entre sus callejuelas, donde uno accede a El Cairo de hoy, al verdadero sabor de un dulce típico en el paladar; donde uno se olvida de las pirámides de Guiza y sus faraones al perderse entre bazares, con el bullicio de la gente, inmerso en un constante olor a especias, escuchando la llamada a la oración entre lámparas, objetos de cobre y latón que cuelgan de todas las tiendas.