De otros lados

Lunes al sol

Te has montado en el metro, ya sin mirar. Lo conoces de memoria: la bocacalle de Pedro de Valdivia, dos izquierdas, tres escaleras mecánicas, dos vueltas y un pasillo largo. No habías sido consciente hasta que te encontraste frente a línea amarilla y la gente del otro lado de las vías. Pero ahí estabas, otro día más. 

Los pasajeros fueron descargados del vagón y procuraste colarte lo más rápido posible entre ellos, que ya generaban el bloqueo natural de la puerta, propio, de alguna manera, de esa condición humana que comparten. En otra ocasión habrías quitado a alguno de en medio, siempre con un mínimo de respeto, pero hoy no era ese día. Hoy dejarías de ser moral y pertinente, acaso consciente de la vida. Y ya sin forcejear, ya sin correr para coger asiento (ojalá el de la esquina, ojalá vacío, ojalá sola, ojalá), te entregaste a la marea de los viajeros, y te dejaste llevar.  

Te dejaste empujar contra la puerta, contra algunos asientos ocupados, contra los postes amarillos. Total, no era tan distinto. Botaste por muchos vagones y muchas manos, hasta que terminaste en una esquina junto a la puerta, y también junto a un asiento vacío. Lo ocupaste sin preguntar, y alzaste la mirada para que todos viesen que lo habías ocupado con ganas, sin miedo a que se te juzgara por un señor mayor que no tolera sus rodillas, o por la mujer embarazada que acaba de subir a la línea. Los miraste fijamente, ocupando el asiento que estaba ahí, a sabiendas de que darlo no hubiese hecho ninguna diferencia en el mundo, y mucho menos en ese vagón a las 8:00 de la mañana. 

El metro se detuvo de manera imprevista. La persona del asiento contiguo se levantó para irse y éste fue ocupado de inmediato por una mujer más o menos de tu edad. Con más o menos tu corte de pelo. Más o menos tus gafas, tus zapatos y tu mochila. Una chica más o menos como tú, llena de lágrimas. Pero no era tu problema. Te limitaste a mirarle a través del reflejo negro del cristal, tu hombro rozando su chaqueta. Nadie se molestó en preguntar, en ofrecerle un pañuelo o un curita. Parado y con las puertas cerradas, observaste cómo sus lágrimas encharcaron poco a poco el vagón en donde ibas y los zapatos de los demás, pero ya faltaba  sólo una parada para tu salida. Otros se quejaron, pero tú esperaste con calma. 

Se reanudó el movimiento. Al llegar, el agua de aquel llanto empujó fácilmente a todos los pasajeros fuera, donde les aguardaba un día soleado. Ya se secarían todos, eventualmente, a lo largo de la mañana.

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