En esta época de recuerdos y nostalgias suele aflorar, desde la trastienda de mi memoria, un episodio navideño que me dejó muy marcado. Tenía siete años cuando pedí en mi carta a los Reyes Magos un traje completo de Jimmy el Pecas. Lo había estado observando con la nariz pegada al escaparate de una de las pocas tiendas de juguetes que existían entonces en mi ciudad. No sé cuántas veces visité aquel altar de mis sueños; parte de ellos debieron quedarse adheridos al cristal, junto con la moquita destilada de mis naricillas infantiles.
La caja de mis deseos incluía, además del sombrero, un chaleco, dos pistoleras con sus respectivas pistolas y la correspondiente munición en forma de rollitos con pistones. Para rematar, una flamante estrella de sheriff.
El día de “autos” —porque no cabe definirlo de otra manera— descubrí que sus graciosas majestades, por llamarlos suavemente, me habían dejado una sola pistola de plástico, además de color rojo chillón. ¿Dónde se ha visto un arma mortal con semejante color? Como no fuera para matar de la risa. Ante mi derrumbe emocional y mi incipiente republicanismo, mi madre me confesó que aquel año los Reyes no habían tenido más remedio que dedicar parte del presupuesto familiar —en el que también entraban los juguetes de mis dos hermanas— a pagar el arreglo de su dentadura. Y que, como yo era el hermano mayor, me tocaba soportar el mayor sacrificio. Eso me tranquilizó bastante, porque siempre he tenido muy desarrollado el sentido fraternal.
El asunto no hubiera tenido mayor trascendencia de no ser porque, en el paseo posterior por la calle, donde los chicos exhibíamos nuestros reales regalos, me crucé con un tiparraco que llevaba puesto “mi” traje de Jimmy el Pecas. Nos enzarzamos en un intercambio de disparos: él con sus dos pistolas metálicas, resonando con pistones y olor a pólvora; yo con mi pistolita colorada, que apenas emitía un chasquido de plástico. En aquel momento hubiera deseado con toda mi alma convertirme en un temible piel roja y cambiar aquella caricatura de pistola por un tomahawk, o aunque solo fuera un palo con una piedra bien gorda atada en el extremo, para hundirle el sombrero hasta los hombros a aquel mamarracho.
Hoy, en mi vejez, ese recuerdo me conmueve. Cada mañana, al despertar, observo la gran fotografía que tengo enfrente, con los rostros sonrientes de mis queridos padres. Entonces caigo en la cuenta de las largas horas que mi madre pasaba cosiendo y planchando vestidos que otras mujeres lucían, y de mi padre, que después de su jornada como humilde funcionario de telégrafos, alargaba tres o cuatro horas más en otros trabajos que iba buscando para ayudar a los pobres Reyes Magos a traerme, aunque solo fuera, una pistola de plástico de color inapropiado.
Y no puedo por menos que musitar para mí: ¡Cómo los echo en falta! Y a ellos, simplemente: ¡os quiero!