Si bien el origen de esta expresión es incierto y suele atribuirse a la sociedad italiana, su raíz más profunda proviene del término latino otium, esa necesidad humana de disponer de un tiempo de ocio para el pensamiento y para la creatividad que brota de la contemplación.
Frente al crecimiento irrefrenable de la tecnología —y con ella la robótica y la inteligencia artificial— el Dolce Far Niente (ese dulce no hacer nada) parece hoy más una amenaza que una promesa de bienestar. Especialistas del sector advierten que, en apenas una década, el trabajo tal como lo conocemos podría prácticamente desaparecer. Según estos expertos, en diez años nadie necesitaría trabajar para poder sobrevivir.
Elon Musk, fundador de Tesla, SpaceX y X, ha afirmado que, en un futuro no muy lejano, trabajar será una opción. Sería una nueva revolución del trabajo, pero también una revolución en la forma de comprender la utilidad del ser humano.
En esta mentalidad utilitarista que se ha instalado en la sociedad moderna durante las últimas cuatro décadas, el valor de la persona se mide según lo que es capaz de aportar. Este enfoque se ha enfrentado constantemente al llamado —siempre vigente— a reconocer la dignidad humana por el solo hecho de ser humanos.
Ya en 1965, el Concilio Vaticano II afirmaba en Dignitatis Humanae:
“Los hombres de nuestro tiempo se hacen cada vez más conscientes de la dignidad de la persona humana, y aumenta el número de aquellos que exigen que los hombres en su actuación gocen y usen del propio criterio y libertad responsables, guiados por la conciencia del deber y no movidos por la coacción”.
Sin embargo, la coacción ha adoptado diversas formas desde entonces. En la bioética anglosajona suele priorizarse el principio de autonomía individual por encima de la noción de dignidad humana intrínseca. Ello ha derivado en decisiones discutibles que hoy no analizaré en detalle. Esa defensa de una libertad absoluta presupone que quien decide lo hace siempre en plena capacidad, lo cual no siempre es real.
Tanto el aborto como la eutanasia suelen abordarse desde una mirada “compasiva” que, sin embargo, puede ser cuestionada desde la perspectiva de la dignidad, especialmente cuando se favorece la muerte en lugar de promover respuestas activas y positivas que acompañen, alivien, sostengan y protejan la dignidad intrínseca de toda persona.
Volviendo al punto de partida, existen formas de coacción que no dependen de dictaduras ni de torturas explícitas. Son más sutiles: movilizan a las poblaciones a través de ideologías difundidas por medios que operan con una precisión pasmosa —los algoritmos, como se los suele llamar.
Mientras contemplo esta realidad —casi como un pensador romano— me surgen algunas preguntas:
¿Seremos capaces, como humanidad, de encontrar nuestra realización personal?
¿Entenderemos que estas tecnologías no alcanzarán a todos, y que quienes queden fuera estarán completamente al margen de sus beneficios?
Y, finalmente, cuando nos encontremos en ese estado contemplativo, ¿qué frustraciones, ansiedades o desesperaciones nos devolverá el espejo?
No creo que sea posible frenar lo que viene, pero sí creo que ejercitarnos en el encuentro humano nos hará más fuertes para transitar y convivir con realidades que, sin duda, transformarán nuestra percepción de la dignidad humana si no tenemos clara nuestra trascendencia.