La IA amenaza con devorar el 99% de la electricidad global. ¿Progreso o suicidio energético?
No basta con más código, necesitamos infraestructuras conscientes.
El futuro será eléctrico... o no será.
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¿Y si el problema no es que la IA nos reemplace, sino que se lo lleve todo consigo? ¿Y si lo que está en juego ya no es el trabajo humano, ni la privacidad, ni siquiera la ética… sino la electricidad?
Cuando escuché la advertencia del ex CEO de Google sobre el riesgo de que la inteligencia artificial llegue a consumir el 99% de la electricidad del mundo, no pude evitar imaginar un planeta lleno de pantallas encendidas y hogares a oscuras. Me vi escribiendo este mismo artículo a mano, como un monje medieval, mientras las máquinas allá afuera devoran voltios como si fueran caramelos. Y me pregunté: ¿estamos preparados para esto?
En mi experiencia, nada en el mundo de la tecnología avanza de manera inocente. La IA, con todo su brillo futurista y su aura de revolución permanente, se ha convertido en el nuevo motor de la economía digital. Pero los motores, todos, necesitan energía. Y no cualquier energía: hablamos de teravatios constantes para entrenar modelos, enfriar servidores, mantener centros de datos y alimentar esa promesa casi religiosa de la “inteligencia artificial general”.
Hace solo una década, la gran preocupación era si las máquinas podrían pensar. Hoy, la pregunta urgente es si podrán hacerlo sin colapsar nuestra infraestructura energética.
Porque sí, el problema no es sólo técnico, es existencial.
Cuando se construye una catedral, primero se prepara el terreno. Cuando se lanza un cohete, se calcula cada milímetro de empuje. Pero en esta carrera hacia la superinteligencia, ¿quién está haciendo los cálculos sobre lo que costará mantenerla encendida?
Hay una trampa sutil en todo esto. Muchos celebran el progreso de los modelos de IA sin darse cuenta de que cada avance implica un coste energético descomunal. Solo entrenar GPT-4, según estimaciones no oficiales, pudo haber requerido millones de kilovatios-hora. Multiplica eso por cada empresa, cada experimento, cada modelo nuevo que se entrena para competir, y tendrás una cifra que da escalofríos.
Y esto, me temo, es solo el principio.
El verdadero riesgo no es que la IA se vuelva más lista que nosotros. Es que se vuelva más hambrienta. Que necesite tanto para funcionar que empiece a absorber recursos esenciales —como la electricidad— dejando al resto del sistema humano en estado de emergencia. ¿Quién se atreverá a desconectar un modelo de IA si eso supone paralizar bancos, servicios médicos o sistemas gubernamentales?
Las guerras del futuro, quizás, no se peleen por petróleo ni por agua. Se pelearán por enchufes.
Veo a muchas empresas corriendo a contratar "prompt engineers", como si eso fuera suficiente para montar el arca en medio del diluvio. Pero este no es un problema que se resuelva con talento creativo. Requiere ingenieros eléctricos, físicos, urbanistas, arquitectos de sistemas energéticos distribuidos. Requiere una nueva clase de profesionales que comprendan tanto el algoritmo como la red de alta tensión que lo sostiene.
¿Y las universidades? Siguen enseñando programación como si fuera el único lenguaje del futuro, mientras el lenguaje de la energía se silencia.
A veces me pregunto si la próxima gran disrupción no vendrá desde Silicon Valley, sino desde una central eléctrica que colapsa porque no puede seguir el ritmo.
Y si hablamos de futuro, ¿cómo preparamos a los nuevos talentos? No basta con saber “usar IA”. Eso sería como entrenar soldados que solo saben disparar sin enseñarles a construir trincheras. Necesitamos pensadores sistémicos, estrategas de infraestructuras, hackers de eficiencia, tecnólogos que piensen en watios, en baterías, en circuitos sostenibles.
Porque esto no va de escalar modelos. Va de escalar civilización.
Recuerdo un informe reciente que hablaba de cómo los centros de datos están empezando a instalarse cerca de ríos o de plantas hidroeléctricas para aprovechar energía directa. Pero, ¿qué pasa con las ciudades que no tienen esos privilegios? ¿Vamos a relegarlas a zonas sin acceso digital mientras los grandes hubs tecnológicos se convierten en islas privilegiadas de electricidad?
Estamos construyendo una aristocracia energética. Y la IA es su nueva reina.
Esto no es solo una llamada de atención para las empresas. Es una advertencia para los gobiernos, los educadores, los ciudadanos. Porque mientras nos maravillamos con asistentes virtuales que escriben poesía o programan código, olvidamos que cada operación necesita una red eléctrica robusta, limpia, distribuida... y que no tenemos una.
Nos acercamos peligrosamente al punto donde la IA deja de ser una herramienta y empieza a ser un imperativo. Si no podemos sostenerla energéticamente, colapsará. Pero si la sostenemos a costa de nuestros sistemas eléctricos, el colapso vendrá igual, por otro lado.
Nadie quiere ser el primero en decirlo en voz alta: quizás la IA no sea sostenible.
Y eso no es una blasfemia tecnológica. Es una reflexión necesaria.
Porque, en el fondo, toda esta conversación nos obliga a preguntarnos algo mucho más profundo: ¿qué tipo de inteligencia queremos construir? ¿Una que lo consuma todo en nombre del progreso? ¿O una que aprenda a habitar este planeta con la misma delicadeza con la que un músico afina su instrumento?
Si algo me ha enseñado esta era digital es que las respuestas rápidas son peligrosas. Y que las verdaderas revoluciones no siempre se hacen con más potencia, sino con más conciencia.
La inteligencia artificial puede ser nuestro mayor logro o nuestra mayor carga. Todo dependerá de si aprendemos a diseñarla sin destruir lo que la hace posible: la energía, el entorno, y, sobre todo, a nosotros mismos.