El miedo al reemplazo no es nada nuevo. Cuando hizo su aparición la máquina de vapor, la industrialización, la expansión de la producción, cuando todo se llenó de fábricas y engranajes, el hombre también tuvo miedo. La famosa revolución industrial provocó el recelo en un pueblo temeroso de perder lo poco que tenía y por eso se lanzaron a las calles rompiendo toda máquina que encontraban. Hoy en cambio no desarmamos nada, si acaso montamos muebles de Ikea. En realidad estamos en un tiempo en que aceptamos con total simpleza y mansedumbre que una máquina nos libre del esfuerzo o que redacte nuestros informes —¡Es más cómodo!, dicen. El asistente virtual, que todo lo puede, es quien nos dice cómo tenemos que sentirnos y para ello hace uso de un algoritmo que sabe en cada instante lo que puede recomendarnos para leer o comer, qué ver y qué visitar, y si uno se descuida un poquito hasta te explica con quién casarte. Son las cosas del progreso, ese viejo bribón que siempre ha tenido el don de caracterizarse de auxilio mientras nos despoja poco a poco de lo que nos hace humanos, y hoy, en este instante, ya no dudo de que llegará un día en que echemos en falta el error y la lentitud.
Sin quererlo —o queriéndolo— nos hemos convertido en devotos del automatismo y en feligreses del cálculo. Hoy en lugar de pensar, consultamos. El mundo en general ya no duda, ha desintegrado de su haber aquella famosa cita del “dudo luego existo” y por eso, en este instante solamente “actualizamos”. Da la completa impresión de que el pensamiento es un ejercicio fatigoso y esa virtud que antaño considerábamos una cualidad ahora ha sido despreciada y enviada a la categoría de lo realmente molesto. El gran Francisco de Quevedo escribió un día, con mayor o menor acierto, que todos los que parecen estúpidos, lo son, y además también lo son la mitad de los que no lo parecen, pero en este instante, gracias a la inteligencia artificial, ni siquiera hace falta parecerlo porque simplemente basta con delegar.
Es indudable que todos nos hemos quedado fascinados viendo como una máquina hace casi cualquier trabajo a una velocidad sorprendente y que, incluso, muchas mejoran el oficio resultando hasta más hermoso. También observamos como ahora la gente está más aliviada por no tener que pensar, hasta parece que el pensamiento fue una enfermedad que, sin necesidad alguna de vacunas, se ha curado. ¡Pero no es así! Uno escucha cada día a docenas jóvenes —y no tan jóvenes— preguntarse para qué sirve leer si la IA lo resume en segundos y hasta te prepara un esquema. En esa coyuntura también responden que para qué molestarse en escribir cualquier cosa si el relato se genera solo. Es cosa cierta que ya nadie busca, nadie lee, nadie se interesa ni investiga, porque la comodidad supera la ficción y ya no es necesario aprender cuando la respuesta está a un solo clic.
Es una entelequia lo que hay frente a nosotros porque ya nadie sabe lo que es cierto o lo que no. La inteligencia artificial no esclaviza, por el contrario nos seduce cada día más, incluso nos invita a alcanzar el sumun de la pereza intelectual y lo hace con una sonrisa binaria que no vemos. La inteligencia artificial garantiza resultados con una fiel promesa de eficiencia y total certeza de acierto. No cabe duda de que este descubrimiento de la inteligencia artificial, ese gran invento, es el opio del siglo XXI, pero en lugar de dañar las neuronas como si fuese una enfermedad, lesiona al crédulo convirtiéndolo en un absoluto indigente.
Y en esta cuadratura no faltan aquellos que, con aire de sabios de tertulia de viejo café, proclaman que la máquina nos liberará del trabajo ¡Qué alivio escuchar tan enternecedoras palabras! Pensemos pues que ya no tendremos que madrugar, ni tampoco equivocarnos, ni siquiera pensar, que seremos almas libres…, para no hacer absolutamente nada. Pero quizás sería bueno cuidarse en la lectura, porque ya advirtió Baltasar Gracián que lo bueno, si breve, dos veces bueno; y aun lo malo, si poco, no tan malo. El problema en todo este asunto es que la inteligencia artificial parece que ya no será breve, ni tampoco buena, ni siquiera poca. La inteligencia artificial es constante y los informáticos sentencian que perfecta y, lo que es peor, disponible las veinticuatro horas del día.
Es muy probable que la inteligencia artificial no nos quite el trabajo, pero la realidad nos muestra que nos está robando el alma a plazos. Así bien, lo peor de todo este entuerto es que lo hace con nuestra bendición porque aceptamos todas las “cookies” sin saber siquiera lo que son, llenando las redes con nuestros datos y ofreciendo toda nuestra información de manera gratuita. Sospecho que en el fondo lo que más tememos no es que una máquina piense por nosotros, sino que lo haga mejor, y eso querido lector, es sin duda la mayor humillación a que podemos enfrentarnos. Esto es algo que ni el más moderno de los algoritmos podrá suavizar, empero, la evolución humana sigue su curso aunque en nuestro caso hemos pasado de ser homo sapiens a homo complacientis, y para esta obra de ingeniería no hemos necesitado más que unos pocos años, una sonrisa y una contraseña.
Pero no desesperemos todavía, porque algunos queremos resistirnos a escribir sin ayuda y a pensar sin sugerencias, a usar la ironía y disfrutar con el sarcasmo, preferimos consultar el diccionario en papel y equivocarnos con un completo orgullo. Porque mientras exista una sola persona que prefiera la duda al dictado o el error al algoritmo, entonces quedará y vivirá la esperanza, aunque sea en versión beta.