Por sus frutos los conoceréis. —Mateo 7:16
No alcanzo a comprender cómo, desde hace años, han convertido en motivo de disputa lo que por milenios fue una palabra simple y transparente. Políticos enredados en discursos huecos y el vulgo clamando en la plaza, todo por el dichoso género. Nadie aclara si es autóctono, importado, híbrido, transgénico o de temporada. Salvo algunos, nadie lo define con rigor por miedo a que la realidad arruine el eslogan. Y en el ínterin, proliferan voces asegurando que existen tantos géneros como estrellas en el firmamento. Algunos hasta los catalogan como si fuesen mariposas.
Siempre he sido de convicciones firmes y por eso insisto en que solamente hay uno. Será por aquel reflejo de una nación recia que ha dado soldados, sabios y hasta pícaros ilustres. España siempre supo distinguirse, tanto en calidad como en nobleza.
Ahora bien, abundan los que degradan el concepto con comparaciones grotescas, como si un hombre pudiese ser un ornitorrinco. Otros hablan del género con aires de superioridad y sin saber de nada. Muchos son jóvenes, faltos de juicio que abrazan modas efímeras, convencidísimos de que su género es auténtico o diverso. Pero todo esto prospera porque los partidos políticos siempre están dispuestos a incendiarlo todo, crispando y defendiendo lo indefendible, creyendo que la cólera lo convertirá en verdad.
Cada día son más, venidos de todas partes, como si esto fuese un mercadillo ambulante. Trivializan incluso lo que debería de ser un asunto serio, movidos por aquel dicho vulgar pero certero del “culo veo, culo quiero”. Pero no basta con proclamarlo ni sentirlo, el género debe probarse y acreditarse. La naturaleza es sabia y severa, por eso no admite imposturas, y en eso Dios —que no improvisa— asigna a cada criatura su destino.
Y aquí está el meollo del asunto. Todo este ruido no es sino un malentendido. El género que nos distingue, el que nos dio fama desde Roma, no es otro que la lana merina, orgullo de Castilla y codiciada por reinos enteros. Ese género es el verdadero y tangible, no se confunde con elastinas, poliésteres, acrílicos, nylon u otros sucedáneos de baja estofa. El nuestro es calidad, tradición e historia. Es el abrigo que da calor y prestigio. Es, sin duda, la lana española.
Y quiero concluir con unas palabras que bien podrían rubricar este alegato: La verdad, al igual que la lana, no se inventa, se hila.