Del sur xeneixe

Fortunato Lacamera, la magia de un arte que hizo "de lo vulgar y lo pobre, lo excepcional y lo espléndido"

Estas palabras, que expresan en una síntesis insuperable la dimensión de su arte, quedaron impresas en un texto escrito en Buenos Aires en el año 1970, por el más importante crítico de arte de la época, Julio Payró, cuando se organizó entre los días 3 y 30 de septiembre de aquel año, una exposición retrospectiva en la prestigiosa Galería Feldman destinada a exaltar la memoria de ese humilde maestro boquense, cuya vida apagada en el mes de febrero del año 1951, se había desarrollado serenamente durante décadas en ese laborioso y contestatario “paese” genovés que marcaba el límite sur de la ciudad capital.

En su cierre, el mencionado agregaba, en tono de elogio, “…fue original sin ostentaciones…construyó pausada y seguramente, con una manzana, con un trozo de pan, con un vaso de vidrio, con un taburete rudimentario, con un rincón casi desnudo de su taller, el monumento permanente, duradero como el bronce, de su talento, que los contemporáneos empiezan a descubrir y que la posteridad saludará como una de las manifestaciones más auténticas del arte argentino en el siglo XX”

Recorriendo ese escrito laudatorio, recordé entonces que no fue poca la responsabilidad que le cupo a ese maestro de la crítica nacional, para que cristalizara sobre su obra un injusto silencio, que le impidió alcanzar en vida el oportuno reconocimiento de su valiosísima obra.

La restricción que operaba sobre su juicio crítico cabía atribuírsela a su propia formación, que ganada entonces por el vértigo de modernidad dominante en el campo internacional y  sobrevolaba la colonizada cultura nacional, sólo encontraba modernidad donde había moda.

Desde ese lugar había sido, incluso, que quince años atrás, en una colaboración para una revista cultural que hizo época, solo despertaran sus elogios aquellos pintores que en sus obras, se pegaban como moscas a los estilos artísticos que se sucedían sin intermitencias ocupando brevemente la centralidad de la escena, para desaparecer después de una vigencia efímera, mientras rechazaba enfáticamente por retardatario y pasatista, cualquier otro intento de construcción estética que no centrara en ese eje, como lo era durante la primera mitad del siglo XX la escuela artística de La Boca.

Ocurrió en el año 1940, al realizar para el N° 67 de la Revista SUR fundada y dirigida por la gestora cultural Victoria Ocampo,  la recensión de una exposición titulada “De Andrés Stoppa a nuestros días. 50 años de pintura boquense” que se presentara en los salones del Banco Municipal de la ciudad, mostrando las obras más importantes pintadas por sus representantes conspicuos en ese medio siglo, en la que descalificaba con énfasis a muchos de sus expositores, expresando que esa pintura “era más representativa del arte del año 1914 que del presente (1940).

Comparando ese manifiesto desdén del año 40 con el espíritu que revela su mirada del año 1955, cabe reconocer que un cambio radical se había producido en su perspectiva crítica.

Ese juicio encomiable que recojo en el título de la nota, representa un testimonio irrefutable de tal afirmación, que lo llevó más lejos todavía, al agregar que dicha exposición fue un tributo infortunadamente demasiado tardío, que se supo rendir a este artista conmovedor”.

Pena fue que ese juicio reconfortante no alcanzara a ser conocido por el gran maestro boquense, fallecido en 1951 en medio del silencio de los críticos oficiales del sistema, que no abandonaban la monserga de calificar al arte boquense, en tanto que colectivo,  de anticuado, redundante y chabacano.

Y efectivamente, ese juicio tardío de Payro (“…que dicha exposición fue un tributo que infortunadamente llega demasiado tarde”!) cobra lacerante realidad cuando –como fue mi caso, pude constar escuchándolo por boca de su único hijo, de nombre Ariel, quien me manifestó el desaliento en que transcurrieron los últimos años de su vida.

Aquel “…hombre de ademán afable, sencillo, ordenado y callado. Alegre, bien humorado, seguro de sí mismo, sin vanidades, de paso firme y resuelto” al decir de alguien que lo conoció muy bien (el Dr Mauricio Neuman), se transformó lentamente en un ser distinto por el desaliento que produjo en su interior descubrir la intencionada injusticia que rondaba el quehacer de los humildes artistas boquenses.

En la única oportunidad que tuve de cambiar algunas palabras con dicho hijo, traté de despejar una duda que me rondaba desde tiempo atrás, preguntándole porque en los últimos tiempos de su actividad artística, el maestro no firmaba sus obras (no puedo asegurar que todas!)… y me dio una respuesta sorprendente, que me dejó pasmado.

 Me respondió “sabe por qué? “Porque según él, … a quién le iban a interesar sus cuadros cuando muriera…, si nunca había sido “chupamedias” (utilizo un eufemismo porque su respuesta utilizaba un término irreproducible!) de ningún crítico de arte”.

Luego el tiempo pasó… pero la inercia de la historiografía persistió bastante más allá de su propia existencia.

Y llegó el mes de febrero del año 1951…

Aquel momento desdichado quedó plasmado por un protagonista involuntario del acontecimiento en una reseña escrita para una exposición realizada en el año 1982 por un psiquiatra, escritor y coleccionista (el ya citado Neuman) que nos traslada a esa fatídica mañana veraniega de domingo.

Dice“…fuimos (a visitarlo) con el pintor Faggioli y al llegar a su casa encontramos toda la calle convulsionada; una hemiplejia había golpeado casi mortalmente a este maestro, pintor-filósofo de nuestra plástica. Murió días más tarde, y desde entonces su obra comenzó a ser considerada en la dimensión que hoy tiene.

Murió como vivió; sin darse cuenta de su propia grandeza”

Y casi cuatro décadas más tarde, en una reunión social celebrada en una institución escolar ubicada en la calle Martin Rodríguez N° 864 del barrio boquense un día viernes del otoño del año 1989, una afortunada casualidad terminó de completar a mis ojos su precisa estatura humana.

Conocedor del interés que despertaban en mí los sucesos significativos del barrio, el abogado Alberto Altamirano, ligado a la institución anfitriona, me invitó especialmente para que conociera a un médico llamado José Jurisich, que por ese entonces tenía algo más de 60 años de edad y aquel infausto día de febrero se encontraba desempeñando tareas en el servicio de guardia del flamante hospital Cosme Argerich inaugurado en el barrio.

Recordaba que llegó el artista en grave estado de postración y que de inmediato se dispuso su internación, pero una inesperada situación lo impedía; en medio de la emergencia, había olvidado el acompañante el documento de identidad del enfermo y en esa condición no era posible ingresarlo.

 Y ahí se produce un hecho sorprendente…quien había llegado hasta el hospital en su compañía (supuestamente Ariel) no contaba con el dinero suficiente para dirigirse hasta su domicilio y retornar con el mencionado documento para completar los trámites de ingreso, razón por la cual los practicantes que se encontraban cumpliendo el turno de guardia –entre los que se encontraba el docente practicante-recurrieron con sus flacos bolsillos para solucionar el burocrático trámite.

Así, en la estrecha pobreza, terminó la vida del legendario “poverello” –para mi gusto el mayor de todos los maestros paradigmáticos que fundaron para la eternidad la Escuela de Arte de La Boca-, aquel maestro que sin prisa pero sin pausa hizo, al decir de Payró ”de lo vulgar y lo pobre, lo excepcional y lo espléndido”