En Juntacadáveres, la gran novela de Juan Carlos Onetti, el farmacéutico Salinas aparece casi como un testigo incómodo, un personaje que, sin protagonismo, encarna una de esas figuras seculares cuya autoridad ha oscilado siempre entre el respeto social y la suspicacia popular.
Santa María, que es un pueblo que no existe como lugar real, es donde Juan Carlos Onetti construye algunas de sus novelas como La vida breve (1950); El astillero (1961); Juntacadáveres (1964) y Cuando entonces (1987). Allí transcurren buena parte de las tramas, siempre bañadas en ese clima opresivo, melancólico y algo turbio que caracteriza su prosa.
Y, allí es donde Larsen, apodado Juntacadáveres se empecina en levantar un prostíbulo digno —y casi catedralicio—, mientras el boticario se convierte en punto de cruce entre la moral pública, la salud privada y las charlas de mostrador, ese confesionario laico donde se dosifican secretos, píldoras y chismes a partes iguales.
El farmacéutico en Onetti, aunque no sea retratado con minuciosa hondura, es esencialmente hijo de su tiempo y de su función: viste bata blanca —lo mismo da si almidonada o manchada — y detenta un saber que la comunidad venera y teme. Es un hombre de recetas y remedios, pero también de silencios prudentes. No en vano, conoce qué mujeres retiran discretamente pomadas, qué jóvenes demandan preservativos con rubor y qué viejos piden tónicos afrodisíacos, todo ello bajo la pátina de respetabilidad que otorgan los frascos de vidrio y las balanzas de precisión.
Y aquí entra el matiz jocoso de nuestro presente. Porque, al calor de los actuales debates españoles sobre la regulación o la abolición de la prostitución, uno se pregunta qué habría opinado aquel farmacéutico de Santa María, de bigote amarillento y gesto severo, sobre estas diatribas modernas. Probablemente habría consultado primero el vademécum, no fuera a ser, que existiese algún jarabe para contener los ardores morales. O quizá habría reclamado una receta en papel cebolla para despachar la legalización, dosificada en gotas cada ocho horas, sin riesgo de efectos secundarios en la conciencia.
Onetti, con su mirada despiadada y tierna a la vez, parece sugerir que la vida en provincias de su país imaginario gira siempre en torno a dos epicentros: el prostíbulo y la farmacia. Y es que, se regule o se prohíba el oficio más antiguo del mundo, siempre habrá farmacéuticos – quizá el segundo oficio más antiguo - para proveer de ungüentos cicatrizantes, profilácticos o de somníferos para calmar las malas noches de remordimiento.
En definitiva, el farmacéutico en Juntacadáveres es algo más que un dispensador de drogas legales: es un notario de la miseria humana, tan necesario para el equilibrio social como las fulanas que Larsen desea instalar con dignidad.
Y si España sigue devanándose los sesos entre abolir o regular, que no olviden nuestros legisladores lo que bien sabía Onetti: que todo burdel necesita su botica a la vuelta de la esquina, y que hombres como Salinas, “el farmacéutico, que sabía la vida entera de todo el pueblo”, seguirán siendo guardianes de la salud… y de los secretos más turbios.