Si un día de diario, a poder ser solo o con una compañía que no te reste atención, atraviesas la gran explanada que rodea la basílica del Valle de los Caídos, traspasas la enorme puerta de hierro y te adentras en el inmenso túnel que es el templo, te poseerá en pocos minutos una sensación desconocida: te has retrotraído al franquismo. Nada importa que el sepulcro de quien lo mandó construir ya no esté allí. El alma de aquel régimen permanece inmóvil, silenciosa, en las inmensas piedras, en los inquietantes ángeles guerreros, en los hachones de luz apenumbrada, en la enormidad que se evidencia...
Es una propiedad que descubrí hace años en determinados edificios. Su capacidad para transmitir, de una manera tan sutil como apabullante, la época que representan, el hálito que los construyó y el mensaje que brota de su entraña. No es el único monumento que te captura para su realidad.
Si tras recorrer la lonja, subes los siete peldaños del patio de Reyes y entras en la basílica del Monasterio del Escorial, te topas de bruces con el Imperio español. Ya puedes haber leído libros sobre Felipe II, su reinado y el sol que se pone o se deja de poner. Allí lo tienes, te envuelve y te posee. Sobrio, inmenso, equilibrado, de una hermosura trascendente.
Me sucedió lo mismo cuando visité Trafalgar Square, en Londres. ¡Caray, aquello era el imperio británico! Un ámbito mágico que sólo pudo construir un país que dominaba el mundo y recibía de él las transferencias de todo su poder.
Bien, si el lector me ha comprendido y puede compartir estos pensamientos, debe saber que lo hasta ahora leído es la introducción al tema que deseo presentar. Porque hace algunos años visité Barcelona, ciudad a la que no iba desde mi juventud y de la que poco o nada recordaba. Y tuvo mi estómago curioso la tentación de reservar un almuerzo en el Asador de Aranda, el mismo que tiene varios restaurantes en Madrid. Ya advierto que no me importa si lo que sigue puede parecer publicidad, pues en todo caso es bien merecida.
El citado asador se encuentra en una casa de principios del S XX, en las faldas del monte Tibidabo. Es una casa más, muy bien conservada, pero ni la más lujosa ni la más grande de otras muchas que jalonan ese increíble barrio. En esa ladera del Tibidabo se ubicaban las casas de la burguesía catalana. Casas que rivalizaban en esplendor y belleza, expresión de una riqueza sin límites, espejo de una sociedad culta, refinada y pujante.
Fue entrar en aquella enorme casa, recorrer sus estancias, ahora convertidas en un magnífico restaurante, y aparecérseme la burguesía catalana, con todos sus atributos. Muchos positivos: cultura, riqueza, seguridad en sí misma, autosuficiencia… Otros menos positivos: soberbia, acaparamiento, supremacismo... Ni las novelas de Ignacio Agustí, ni las reflexiones de Vicens Vives… ¡Nada de eso explicaba la Cataluña contemporánea como el Asador de Aranda!
Es perceptible que aquella riqueza tenía un origen. A la laboriosidad tradicional de los catalanes se unía un sistema de monopolios, exclusivas y proteccionismo, que había marcado la historia de Cataluña desde la pérdida de la guerra de Sucesión y el reinado de Felipe V. A partir de 1714, los borbones privilegiaron a Cataluña; Primo de Rivera privilegió a Cataluña; Franco privilegió a Cataluña. Y por si ello fuera poco, entre medias, la I Guerra Mundial produjo una explosión del comercio y una entrada de dinero desbordante, naturalmente a favor de la burguesía.
Una burguesía poderosa que ha marcado su influencia en España. En confrontación permanente, desde muy antiguo, con la corriente obrerista, sindicalizada y revolucionaria que ha ofrecido la otra cara de Cataluña. Es una constante histórica que llega hasta ahora mismo. Junts, el partido burgués nacionalista, heredero de Convergencia, añora sin remedio las laderas del Tibidabo. Pero Esquerra, el partido republicano de izquierda, solo añora la revolución social, el anarcosindicalismo y la figura de Companys.
Hacia España, esa diversidad ideológica y política que les enfrenta desde siempre, se hace unidad. Ni renunciaron al esclavismo, ni toleraron el comercio con Cuba (exigiendo todo para ellos y exacerbando los prolegómenos del 98) ni permitieron a nadie vender textiles (cerrando el paso a Inglaterra, que los hacía más baratos) ni dejaron de solicitar exenciones, prebendas y protección del Estado. Ahora mismo Junts y ERC pugnan por ver quién pide más, quién arranca mayores privilegios. Se odian en cuanto a cómo gastarlo, pero coinciden en el cómo obtenerlo: de los ancestrales, añorados y nunca regateados privilegios.
Un apunte curioso es que, tras la muerte de Franco y la llegada de la democracia, los catalanes votaron arrolladoramente la Constitución de 1978, con más de un 90% de síes. Pero 40 años más tarde se han despegado del proyecto de la España constitucional. ¿Qué ha sucedido?¿Por qué ese giro tan intenso? Habrá opiniones para todos los gustos, y yo tengo la mía. La España de las autonomías que consagra la Constitución, con todos sus defectos, liberó una enorme cantidad de energía en muchas zonas tradicionalmente atrasadas. La consigna evidente de que “el que más chifle, capador” ha recorrido la piel de toro. Todas las comunidades han mejorado su situación. El sistema de redistribución, además, que prioriza de alguna forma a las más débiles, va igualando a unas con otras, a pesar de las aún notorias diferencias.
Y eso, amigo lector, eso es la peste para Cataluña. Que Madrid les rebase en renta, que Valencia sea el super puerto, que vinos magníficos superen claramente a los catalanes…que ya no sean los reyes del mambo y, lo que es peor, que la cosa no lleve visos de cambiar sino de lo contrario, exacerba a la burguesía catalana y a sus trabajadores siempre a rebufo. No era eso a lo que pensaron jugar. Y como no era eso, hay que romper la baraja.
El tema no tiene buen arreglo. La Constitución de las autonomías permite a Madrid bajar impuestos y a la vez despegarse. No solo los catalanes quieren separarse (“para comer más” como sentenció el socialista extremeño Rodríguez Ibarra) sino que las izquierdas españolas, sobre todo a partir de Zapatero (que es cuando se empiezan a percibir diferencias por razón de la gestión) pretenden abominar del principio de autonomía territorial. Quieren a todos sometidos al mismo patrón, al de su dictado, y se enfurecen con “los regalos a los ricos” y otros tópicos nacidos para asentar su verborrea populista.
Pero eso dará para otro artículo. Hoy terminaremos con la visión de esa casa formidable, cuyo recuerdo anida en el ADN de la burguesía catalana, como un paraíso perdido que hay que recuperar. Lo malo es que ahora cualquiera puede comer dentro de ella. Y que INDITEX tiene su sede en La Coruña.