Candela

Enredos políticos de juventud

¡La juventud es un pecado que se cura con los años! Cita atribuida al Nobel de literatura Bernard Shaw con la que convengo relativamente, pues pienso que tiene más de elemento exculpatorio que de sentencia empírica.

Digo esto, y permítanme la confianza y confidencialidad, en un cierto ejercicio de descargo de cuantas travesuras, uno, que fue bisoño, vehemente y vital, haya cometido en sus años mozos. Y, como en una especie de acto de contrición, no sobra ni perjudica recapitular, aunque solo sea de vez en cuando, sobre andanzas, pillerías y avatares que la tempera de la sangre hubiera inducido a quien esto refiere.

Pero, tranquilas —término podemita sin intención—, que nada de lo íntimo se ha de reflejar en esta columna y, por ende, ningún vericueto ni lance delicado habrá de reseñarse. Por pudor, primero; por discreción, después; por evitar envidias, con seguridad; por elegancia, siempre; porque no es cosa de develar intimidades y, fundamentalmente, porque las cosas de la carne, en las que con seguridad estarán ustedes pensando, tampoco considero hayan sido las más graves transgresiones cometidas.

¡En absoluto, esas no, por más que con tal aseveración contravenga lo preceptuado en el sexto mandamiento! —del cual propongo su revisión inmediata, por más que el Éxodo diga que fue el mismo Dios quien escribió con su dedo los diez mandamientos en dos tablas de piedra que entregó a Moisés en el monte Sinaí y aunque con tal pensamiento esté a un paso de la excomunión—.

Cuando refiero o pienso en la palabra pecado —en cualquiera de sus gradaciones según la Santa Madre Iglesia: mortal, versus, venial— me estoy refiriendo a cuando un servidor ejerció en, digamos, labores representativas. Aunque sin llegar a lo de Armandín, uno de mi pueblo, que cuando en las municipales salió elegido alcalde pedáneo —de carambola y porque al otro candidato hacía medio año le había tocado el gordo de la lotería y, claro, estaba enemistado con casi todo el pueblo—, su madre, la señora Matilde, se echó las manos a la cabeza y, desbordada por el magno acontecimiento acontecido, como decía ella entre orgullosa y abrumada por la nueva responsabilidad que desde ese momento contraía su vástago, dijo aquellas palabras que aún se recuerdan en la localidad: «¡Dios mío, Dios mío, mi Armandín... Míralo ahí... Ahora, España en manos del mi rapaz!».

Bueno, pues servidor, sin llegar a tanto honor y dignidad como el de Armandín, hizo sus pinitos en algo de la cosa pública. Y no requirió mucho análisis para darse cuenta, al estar metido en el vientre de la bestia, que cualquier tipo de organización, por muy social o sindical que se autonombre, no es otra cosa que un cambalache de intereses y privilegios.

Resultó que la mayor parte de las personas que por allí pululaban eran, en muchos casos, vagos de profesión; otros, resentidos sociales en similar porcentaje; bastantes, nada de nada y, un muy pequeño segmento, ilusos e idealistas que se habían creído lo de la lucha de clases, el hombre de nuevo tipo que decía Marx, las bondades de la sociedad y que un mundo justo y mejor era posible.

Cualquiera de los enmarcados en los tres primeros segmentos, investidos de un cargo —me da igual político, sindical o de cualquier otra organización con una cierta relevancia social— pasaban a disfrutar de un estatus que jamás habían soñado, escasamente imaginado y, por supuesto, casi nunca ganado sin maniobras y trafullas.

Atiendan a un ejemplo —ligeramente difuminado para no herir sensibilidades—: hubo un celador de un renombrado hospital sevillano que llegó, fruto de las cosas sindicales, al máximo cargo regional de su organización: ¡secretario general regional! Desde ese momento se codeaba con todos los consejeros de su autonomía, era amigo de la ingente pléyade de directores generales de la misma, le recibían con boato el delegado de Gobierno y el de la Junta, tenía acceso y vía expedita al teléfono y despacho del presidente autonómico —al que tuteaba—, era invitado a tertulias y actos institucionales, su liberación sindical estaba obviamente garantizada y, entre otros aspectos cuestionables, su grupo recibía subvenciones formidables en aras del llamado, mas nunca explicitado, «diálogo social», que no es otra cosa que recibir dinero de la autonomía correspondiente o del gobierno central por no tocar las narices y estar sumiso y calladito. Así, además, se había convertido en un dirigente responsable, sensato y con sentido institucional.

El perfecto sindicalista para cualquier poder, organismo, administración y ni que decir tiene, para los camaradas del partido político hermano.

Por todo ello, al estar investido de tal cargo, la vida de este buen y responsable agente social era todo boato, reuniones, convenciones, invitaciones, actos oficiales, ágapes y, de vez en cuando y casi como una molestia, entre tan trascendentales funciones, alguna reunión con los suyos para explicarles lo bien que marchaban las cosas. Para él en primer lugar, claro.

Pero... ¿y los trabajadores?, ¿y los parados?

—Bueno, eso no es problema, una miajilla. Me reúno con el apollardao de José Eliseo —supuesto nombre del presidente de la patronal— y ese asunto lo arreglo en na de na —decía para justificar su bajada a la tierra desde su olimpo oficial y con un despacho que para sí hubieran querido bastantes políticos.

Y además, de vez en cuando y dada la óptima relación con el jefe de los empresarios, siempre había un trabajito o puesto en una empresa de algún patrono amigo —que quería estar a bien— para fulanita de tal o menganita de cual. Sí, generalmente, ese tipo de favores tan personales era apelando al compadreo, al amigueo y una cierta complicidad entre íntimos.

Obviamente, ese hombre, aupado por mor del destino a puesto tan notable y de relumbrón —cada poco aparecía en los periódicos o entrevistas radiofónicas y televisivas—, para nada querría volver a empujar camillas ni acarrear carros de ropa sucia a la lavandería en su hospital de origen —que, como celador, era su puesto laboral natural y el que le correspondía por oposición—. Pero, claro, imagínense ustedes —después de haber pisado moqueta y tocado el cielo— lo que debía suponer el regreso a su puesto laboral, con el uniforme de trabajo, cobrando mil y pico euros mes y sin los suplementos que el otro cargo le otorgaba como miembro del Consejo Social de la Universidad o del consejo de un par de cajas de ahorros y otros puestos similares; lo que debía suponer pasar, así, de golpe y sin solución de continuidad, a labores ordinarias de su primigenia actividad: celador.

«¡Aléjate de mí, Satanás!», pensaría el endiosado y sobrevalorado sindicalista.

Entonces, con estos precedentes, piensen qué no haría esa persona para evitar que le moviera la silla algún compañero de la organización que, harto de algunas cosas, celos, envidias o por querer disfrutar también de aquella canonjía que gozaba en exclusiva el otro, tratase de desplazarlo del puesto —presidencia, secretaría general, primer secretario, cofrade mayor, presidente de su comunidad (como el señor Cuesta) o el cargo y función que a usted le plazca—.

Pues, amigos, esa es la filosofía, grosso modo y caricaturizada, de lo que acontece en el seno de las organizaciones, partidos, colectivos varios o cualquier otra estructura que permita un cierto relumbrón público, cuando no, además, una liberación del puesto de trabajo y seguir cobrando sin pegarse el madrugón ni aguantar jefes.

Había una famosa televisiva de la factoría Paolo Vasile que por su hija mataba. Pues aquí lo mismito. Se lo digo yo.