Tejidos

Decir la nada

Entre Oriente y Occidente, cuyas tradiciones son distintas y a la vez complementarias, debe haber un diálogo estimulante, que no anule las diferencias, sino que las incorpore en beneficio de una raíz común. Teniendo en cuenta esta interdependencia, signo de dinamismo, podemos considerar la nada desde el pensamiento cristiano, donde se habla de ella como una creatio ex nihilo, en la que la creación va unida a la trascendencia absoluta de Dios, o bien, desde el pensamiento oriental, sobre todo el del budismo zen, en el que la nada, actualizada como forma sin forma en uno mismo, es un fenómeno de la inmanencia, que apunta a un desprendimiento del espíritu y hace brillar el decir en el no decir. Hay, pues, a primera vista un contraste entre la negatividad occidental y la plenitud oriental, pero, en la base de ambos pensamientos, está la experiencia del “no saber sabiendo”, que se remonta hasta el Salmo LXXIII (“ad nihilum redactus sum, et nescivi”), donde la renuncia deja el lenguaje en suspenso para poder acceder a aquello que está más allá de lo real. Esta vía negativa es la que sigue Dionisio Aeropagita, para quien el conocimiento de lo divino, siendo imposible para el entender humano, radica en el desconocimiento como forma de aproximarse a lo oculto (“Más perfectamente conocemos a Dios por negaciones que por afirmaciones”, dice el monje sirio en Mística Theologia, I, 2). De ahí que lo desconocido, aquello que no se sabe, pero cuya ausencia está latente, tenga como finalidad, desprenderse de la posesión y aceptar la disponibilidad de la nada, que lo llena todo y a partir de la cual se habla.

Desde la famosa carta De nihilo et tenebris, de Fridegiso de Tours, a quien Carlomagno nombró sucesor de Alcuino, y en la que nos dice que la nada “es significación de algo que es”, hasta llegar a los escritos de Heidegger, sobre todo, ¿Qué es metafísica?, lección inaugural pronunciada en la Universidad de Friburgo, el 24 de julio de 1929, para sustituir en la cátedra de Filosofía a su maestro Edmund Husserl, donde la nada se convierte en “el fundamento que nos hace ser lo que somos”, pasando por las obras de los místicos, la poesía de Mallarmé y los textos de Beckett, la pregunta por la nada no ha dejado de estar presente a lo largo del pensamiento occidental, revelándose esta cuestión, desde el punto de vista lingüístico, como el silencio que prolonga la desnudez de la palabra. Dentro de la mística de Eckhart, figura insustituible de la espiritualidad occidental, que no hace más que proyectar, a nivel doctrinal, la dualidad escolástica de la dualidad a la unión, destacan dos escritos: el Sermón LII, sobre la pobreza de espíritu (“un hombre pobre es el que nada quiere, nada sabe y nada tiene”), en donde el vacío interior se convierte en el núcleo de su reflexión; y el Sermón LXXI, sobre la visión extática de San Pablo, donde la suspensión de las potencias y facultades le permite entrar en contacto con la realidad de lo divino (“Veía a Dios, en quien todas las criaturas son nada”), de manera que ver la nada es ver a Dios. La visión de lo divino sólo puede formularse en términos de negación (“Lo principal es no ser nada. Cuando no vemos nada lo vemos todo”, escribe un conocido maestro zen), lo cual implica una convergencia entre la mística oriental y la occidental, derivada, en gran medida, de fuentes neoplatónicas y arábigas (“Pero lo que se prueba con las analogías no es la influencia de un sistema de pensamiento sobre otro, sino la coherencia de la tradición metafísica en el mundo y en todas las épocas”, señala Ananda K. Coomavaraswamy en La transformación de la naturaleza en arte, al comparar la dualidad del maestro hindú Sankara con la unidad simple de Eckhart). Tal coherencia hay que buscarla en la variedad de sus posibles “formas particulares”, como había dicho R.Otto en Mística de Oriente y Occidente, que hacen visible la matriz de un mismo pensar.

La mística española aparece como uno de los últimos eslabones en la cadena de la mística europea, lo cual revela una profunda asimilación de motivos temáticos y formas de expresión. Uno de ellos es el ascenso al “Monte de perfección”, que ya aparece en el Sermón sobre “La montaña verde”, de Eckhart, y después en la Subida al Monte Sión, de Bernardino de Laredo, en el “Dibujo del monte”, de Juan de la Cruz, y en la Defensa de la contemplación, De Miguel de Molinos, es decir, en el inicio y cierre de la tradición contemplativa, expresándose como una coronación de la vida espiritual y apuntando a un conocimiento de lo real en su plenitud. Si Juan de la Cruz ha sido llamado “el santo de las nadas”, tal denominación se debe, en buena parte, al conocido gráfico que abre la Subida al Monte Carmelo, que sigue una línea coherente de la nada al todo (“Para venir a saberlo todo, / no quieras saber algo en nada”), donde el conocimiento de lo absoluto requiere una liberación de lo discursivo. La aniquilación del yo en la nada es el primer paso hacia la manifestación de lo divino en el alma, haciendo que el dejar ser se convierta en posibilidad de aparición (“Lo que importa es preparar tu corazón a manera de un blanco papel, donde pueda la divina sabiduría formar los caracteres a su gusto”, dice Molinos en la Guía espiritual), donde la analogía entre el vacío de la nada y el blanco de la página sirve para subrayar la potencialidad de la escritura. Y dado que no puede haber algo sin nada, sólo en cuanto Dios se reduce a nada y el hombre se encuentra a sí mismo como nada, ambos se hacen uno y resultan indistinguibles.

A partir del Barroco, donde hay algún texto significativo como “La metafísica del Niente”, de Emanuele Tesauro, donde la voz se reduce a “nube, viento, soplo, sombra, Nada”, palabras que tanto se parecen al verso final del soneto de Góngora “Mientras por competir con tu cabello”, escrito en 1582 (“en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada”), la visión de la nada ha dejado de recluirse en la órbita de lo devocional para adquirir una mayor dimensión artística. Así lo vemos en ese descenso al fondo de lo abisal, del que habla Mallarmé a su amigo Henri Cazalis (“He hecho un largo descenso a la Nada para poder hablar con certidumbre”, en carta de 1867), que es necesario para hacer visible lo invisible. En ese ámbito de absoluta impersonalidad, al que lleva toda escritura, se han movido algunas de las figuras  más representativas de la modernidad, como el pintor holandés Bram van Velde, cuya definición de la pintura (“Para llegar a cierto algo, es necesario no ser nada”), palabras que tanto recuerdan los versos de Juan de la Cruz en el dibujo del monte; la música de Anton Webern, especialmente las Seis bagatelas para cuarteto de cuerdas, de 1913, y las Tres pequeñas piezas para violoncelo y piano, de 1914, obras compuestas con el silencio y que responden a una “estética de la retracción”, en la que, de acuerdo con Kandinsky, para quien la unidad de las artes reside en la interioridad, en el camino hacia adentro, estamos ante la más grande concentración que, sin embargo, habla; las obras que Samuel Beckett escribe hasta 1950, como Molloy, Malone muere, Esperando a Godot, El innombrable y Textos para nada, que muestran a la palabra rodeada de un silencio interminable, imposible de romper, pues, como él mismo dijo: “Cuando no ocurre nada, siempre hay algo que escuchar”; y en los escritos del último Heidegger, seguidos por los pensadores de la Escuela de Kyoto, donde la conciencia de la nada, proyectada sobre el desamparo humano, le permitió salir de sus propios límites y experimentar lo ininteligible, esa nada que nos desborda, pues, en la plenitud de su vacío, contiene una visión de la totalidad.

En todas estas manifestaciones, la nada se presenta como una manera de estar ante lo absoluto de la muerte, cuyo rostro es un habitante de la más cercana lejanía (“Cuando un ser relativo se ve cara a cara ante lo absoluto, no puede subsistir. Ha de reducirse a la nada. El sí mismo viviente se relaciona con lo divino, encuentra lo divino, solamente mediante el paso por el morir, solamente de este modo paradójico”, afirma K.Nishida en Pensar desde la nada). Tal vez por eso, sea en el terreno poético, donde se trata de expresar lo que no se dice, en el que la nada debe existir, más allá de la propia búsqueda, como el espacio vacío donde algo debe ser ocupado. Tal ocurre en el poema “Salmo”, perteneciente al libro La rosa de nadie (1963), de Paul Celan (“Una nada / fuimos, somos, seremos / siempre, floreciendo: / rosa de nada, / de Nadie rosa”), donde la rosa “florece” o irrumpe a partir de su propia nada, transparentando en ella la unidad de todo. O también, el soneto “Vida” de José Hierro, que aparece como “Epílogo” de Cuaderno de Nueva York 1998), en donde la vida humana, contemplada bajo la perspectiva de la muerte en el instante poético (“Ahora sé que la nada lo era todo, / y todo era ceniza de la nada”), forma parte de una gran aventura hacia lo desconocido, en donde la palabra, hecha aliento de vida, hace surgir el todo a partir de la nada. Si la vida es un devenir y el tiempo una condición de nuestro destino, la muerte se revela como la naturaleza más secreta de nuestra existencia. Y de ella surge la nada como un modo de ser en plenitud, cuyo curso circular nos lleva a renacer de otro modo (“Bajo el cielo, todos los seres surgen del ser. / El ser surge de la nada”, afirma Lao Zi en el capítulo 25 del Libro del curso y de la virtud). Desde la célebre propuesta de Goethe (“¡Muere y deviene!”), la muerte, lejos de verse como un final, empezó a sentirse como un regreso a lo ilimitado del origen, donde reside la verdadera duración. Y en analogía con ella, la nada, al contener la promesa del todo, pues no hay todo sin nada, como tampoco hay muerte sin vida, la nada empezó a concebirse como un impulso de plenitud, como una experiencia más libre y más abierta de lo que debe ser la eternidad. La vía de la muerte lleva a la nada, de modo que decir la nada es dejar el camino abierto para que todo lo vivido sea salvado, para que la palabra resuene como un canto nuevo en los confines de lo eterno.