Se dice que el emperador Carlos V usaba el francés para hablar con las mujeres; el español, con Dios, y el alemán para dar órdenes a su caballo, mientras en su época el latín era la lengua universal de la diplomacia y los negocios, que manejaba a la perfección su asesor de cartas latinas, Mercurino Gattinara. Hoy el inglés es el idioma de la ciencia y los negocios, mientras el español, que hablamos más de 600 millones mantiene su importancia con éxitos destacados en la literatura, aunque no podamos decir lo mismo en la ciencia.
En el primer trimestre de este año se publicó un volumen coordinado por dos destacados investigadores, Federico Soringer y Antoni Diéguez, de la Academia malagueña de ciencias y el patrocinio de la Fundación Lilly, que aparté como lectura de verano, sobre el interesante tema del “Uso y cuidado de la lengua española en la ciencia” al que voy a referirme, porque llega a conclusiones que creo pueden ser de interés para nuestros lectores.
El lenguaje científico no es un adorno de la ciencia, sino su condición de posibilidad. Como recordaba Ortega y Gasset, la ciencia empieza en el lenguaje, porque sin palabras no hay conceptos y sin conceptos no hay pensamiento. Si el idioma queda ajeno a la ciencia, se mutila culturalmente a toda una comunidad que queda privada de expresar en su lengua propia los avances del conocimiento que marcan nuestro futuro.
El libro se trata de una obra coral, en la que participan autores de primer nivel, procedentes tanto de las humanidades como de las ciencias, con el objetivo de reflexionar sobre la importancia de contar con un lenguaje científico riguroso en español. La iniciativa tiene, además, un valor simbólico notable: es un recordatorio de que la ciencia forma parte de la cultura y, por tanto, ha de ser compartida en la lengua de quienes la viven.
El libro aporta ejemplos esclarecedores de los problemas que acarrea descuidar el lenguaje científico. Uno de los más llamativos es la traducción literal de drug como “droga”. En inglés, la palabra significa simplemente “medicamento”, mientras que en español se asocia de inmediato al consumo de sustancias de abuso. La pregunta es si debemos resignarnos a aceptar acríticamente estos préstamos o si conviene defender soluciones más fieles a nuestra lengua.
Más inquietante aún resulta la falta de coherencia en el uso de nombres médicos, como ocurre con “anemia falciforme” y “drepanocitosis”, dos términos que designan la misma enfermedad. La coexistencia de denominaciones distintas puede fragmentar la investigación e incluso complicar diagnósticos, demostrando que lo que parece un debate filológico es, en realidad, un asunto de salud pública.
Llama la atención, sin embargo, que en una obra tan exhaustiva sobre el cuidado del lenguaje científico apenas se aborde la cuestión del uso —y abuso— de una de las expresiones más repetidas en la práctica médica: medicina basada en la evidencia. El concepto nació para marcar un antes y un después en la forma de ejercer la medicina, vinculando la decisión clínica con la mejor prueba científica disponible. Caso parecido a este es el de llamar a las oficinas de farmacia, ‘farmacias comunitarias’. En ambos casos haciendo uso de lo que se conoce como “falsos amigos”, palabras del idioma inglés parecidas al español, pero con significados muy diferentes.
El problema de fondo que se aborda no es que los investigadores publiquen en inglés —lo cual es lógico en una comunidad científica internacional—, sino que el español quede marginado como lengua de comunicación científica. En la actualidad, solo un 1,3 % de los artículos recogidos en la Web of Science están escritos en español, a pesar de que los países hispanohablantes constituyen una comunidad académica sólida y numerosa. La consecuencia es que el español, a pesar de su pujanza global, corre el riesgo de convertirse en un idioma culturalmente incompleto, incapaz de dar nombre a los conceptos y descubrimientos que transforman nuestro mundo.
En el fondo, la cuestión va más allá de una preferencia lingüística: se trata de la capacidad de los hispanohablantes de pensar y crear en su propia lengua los avances que marcarán el futuro. Cada vez que un concepto científico se explica con precisión en español, nuestra cultura se fortalece; cada vez que se traduce mal o se arrincona, nuestra lengua pierde un terreno que difícilmente se recupera. La claridad y la precisión, que son las dos notas fundamentales de la ciencia, deberían ser también los principios rectores del lenguaje con el que la expresamos.
Cuidar el lenguaje científico en español no es un gesto de nostalgia, sino una apuesta por el futuro. Una lengua que no puede nombrar la ciencia es una lengua incompleta; una lengua que sabe hacerlo es una lengua con porvenir.