La Receta

Cordiales de antaño y cordiales de ahora: entre la botica y la barra

La oferta cultural de Madrid es tan intensa y variada, que hoy hay enseñanzas de casi cualquier actividad humana, ya sea científica, literaria, musical o simplemente lúdica como la que hoy recojo en esta sección, por haber sido invitado a la clausura de primer curso Barmaster de MOM Culinary que dirige Fermín Román Alamín. Durante ocho meses apenas una docena de alumnos se han formado en la elaboración de cócteles. ¿Y qué tiene eso que ver con la temática de esta sección? se preguntarán quienes vienen leyendo mis historias sobre medicamentos. Pues mucho, si buscamos en las raíces de los llamados medicamentos cordiales y la preparación de los cócteles 

Hubo un tiempo en que la palabra “cordial” evocaba algo más que afecto y cortesía. En los recetarios médicos del Renacimiento y hasta bien entrado el siglo XIX, un cordial era una preparación noble, destinada a “confortar el corazón” —y no sólo en sentido figurado. Eran el orgullo del boticario, compuestos aromáticos y espirituosos, elaborados a partir de raíces, flores, especias y alcoholes, cuyo propósito era vivificar el ánimo, restaurar las fuerzas vitales y, como decía Paracelso, “poner en orden el fuego interno del hombre”.

Estas fórmulas, muchas veces secretas, tenían nombres que hoy resuenan como susurros en las estanterías de farmacopeas olvidadas: el Aurum potabile, el Vinum cordiale, el Elixir salutis, o incluso la famosa Triaca de Andrómaco – el médico de Nerón - que, si bien se destinaba a combatir venenos, era también reputado por su acción tonificante. Se pensaba que estos cordiales restablecían el pulso abatido, aligeraban la pesadez melancólica y avivaban el espíritu. Eran remedios tanto para el cuerpo como para el alma.

Estos brebajes medicinales se servían con reverencia. En frascos de vidrio soplado o en copas de plata o porcelana fina, se administraban gota a gota, no sólo por su potencia, sino por su precio y su rareza. Sus recetas podían contar con canela, clavo, genciana, angélica, pequeñas limaduras de oro, perlas, vino añejo y, sobre todo, tiempo. La maceración era lenta, el reposo largo, y el efecto, según los testimonios, casi inmediato: un calor que subía al pecho, una claridad de pensamiento, un sosiego del ánimo.

El boticario los protegía especialmente en el llamado ‘ojo del boticario’ un mueble parecido a un bargueño, en cuyo centro había una puertecilla cerrada para contener los cordialeros, envases para contener los cordiales. 

Entre quienes valoramos las raíces lingüísticas, ‘pedrada en ojo del boticario’ es un ejemplo magnífico de cómo la tradición y la ironía se fusionan en el lenguaje español, cuya interpretación actual resalta la oportunidad de un hecho y, por supuesto, nunca tuvo que ver con apedrear ningún boticario, en un ojo.

Hoy la palabra “cordial” ha migrado. Sobrevive, sí, pero ya no en los anaqueles de la botica sino en las cartas de cócteles. En la coctelería moderna, un “cordial” es una preparación concentrada, dulce y aromática, que sirve para perfumar y enriquecer bebidas. Se elabora con frutas, hierbas, azúcares, y a veces ácidos como el cítrico o el tartárico. Su función no es ya la medicina, sino el deleite; no curar el corazón enfermo, sino celebrar el corazón alegre.

Codialero sencillo de mediados del S. XVII. Colección del autor
Codialero sencillo de mediados del S. XVII. Colección del autor

No obstante, hay una continuidad sutil. La atención al detalle, el arte de la mezcla, la búsqueda del equilibrio entre lo amargo, lo dulce, lo ácido y lo aromático, son herencias directas del arte farmacéutico. Muchos bármanes contemporáneos —los más formados y respetuosos de la tradición— reconocen su deuda con los antiguos boticarios. Algunos incluso reproducen recetas del siglo XVIII, rebajadas en potencia, pero ricas en evocación. Un cordial de hibisco y anís, servido en un “old fashioned”, no está tan lejos, en esencia, del Elixir d’Anvers que confortaba a los fatigados viajeros del Imperio austrohúngaro.

El lenguaje también juega su papel. Llamar “cordial” a una mezcla de lima, azúcar y lavanda no es sólo una elección técnica; es una evocación, una pequeña mentira poética que conecta el mundo moderno del bar con la liturgia antigua del cuidado y la sanación. Hay en esa palabra una promesa de consuelo, de pausa, de calor interior.

Quizá por eso, en ciertos bares de Londres o de Florencia, al caer la tarde, uno puede encontrar cócteles llamados Herbal Heart, Spiritus Vini o Boticario’s Cordial. No es casual. En un tiempo en que la rapidez domina y el alma parece fatigada, hay quien busca, siquiera simbólicamente, el regreso a una medicina del espíritu, un gesto que reanime, aunque sea por un sorbo, la noble costumbre de confortar el corazón.

Así, entre la farmacopea y el arte de la coctelería -porque arte es, como lo era el ‘hágase según arte’ de las fórmulas magistrales-, los cordiales siguen existiendo. Su recipiente ha cambiado, su propósito también, pero su esencia perdura: traer alivio, aunque sea efímero, al centro más íntimo del hombre.

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