Candela

Carta de un republicano

Así a las bravas y sin ambigüedades me declaro simpatizante del modelo republicano.

No séexactamente la razón del mentado posicionamiento político, pero lo cierto es que me reconozco así. Tal vez se deba a reminiscencias de la juventud «pecera» en la que tantos jóvenes militamos en los tiempos de la Transición; curiosamente, un periodo del que entonces renegábamos pero que hoy, años después y con la experiencia que da la vida, la lectura y las canas, no queda más remedio que valorar en positivo y rememorar como un proceso excepcional que tuvo una importancia aún no suficientemente valorada, pues aportó a España una estabilidad como nunca antes en su historia reciente había disfrutado. Un tiempo de apertura, innovación, progreso y libertades.

Por lo tanto, reconocimiento, honor y un gracias de todo corazón al rey, a Torcuato, a Suárez, a Carrillo, a Mellado, a Tarancón y a otros varios —incluso a González— que supieron dirigir aquel barco, difícilmente gobernable, en un proceloso mar de infestado de asechanzas y tiburones.

Culminada aquella fase de tránsito, vamos a decir, llegaron políticos de nuevo cuño con mucha menos altura que aquellos pioneros del cambio y haciendo bueno el texto bíblico de Ezequiel: «Pero esto no es todo; todavía vas a ver cosas peores». Pues, efectivamente, se confirmó el maleficio y llegaron.

Transcurrida aquella primera etapa, los siguientes en llegar no fueron de lo más granado, pero lo cierto es que nada comparable con lo que ahora nos ha caído. Y aquel «veréis cosas peores» se ha superado, asazmente, con el personaje Sánchez.

Sin duda un sujeto de muy complicada cualificación, compleja catadura, mentiroso hasta el hartazgo, cínico como nadie y que tanto tanto ha chalaneado y despreciado al pueblo que no puede salir a la calle sin que el insulto menos procaz que escuche sea el invocar la supuesta profesión poco espirituosa de su progenitora, quien, la pobre mujer, no tiene culpa de haber engendrado semejante despropósito —para la política, al menos, aunque dicen que para el baloncesto tampoco era un dechado de perfecciones—.

El «número uno», «el héroe de Paiporta», «soypedroyestoybien», «Pedroescoba», «Pedromentiras», «Pedrolodos», «Pedromueveelcucu», «Perrosánchez», «el puto amo»… En definitiva, epítetos alusivos a alguien que he edificado su poder sobre el engaño, la trampa, la mendacidad y la crispación. Un personaje nefando que está representando la etapa más negra que ha vivido la política española desde que uno tiene recuerdos. Un hombre extremadamente peligroso porque está desenterrando, voluntariamente, el fotograma más agresivo y bárbaro de aquel horrible 1936 donde los españoles comenzaron a matarse con saña y crueldad. Y lo peor, a pesar del riesgo que supone, haciéndolo a plena conciencia y sin importarle las consecuencias. O peor: buscándolas.

Señores del PSOE y votantes del partido. ¿Es esto lo que quieren para España? Por favor, piénsenlo, y si no por ustedes y sus puestos remunerados opíparamente, háganlo por sus hijos.

Sin embargo, al lado de semejante disparate —porque es lo más suave que hoy me viene a la cabeza tratando de calificar al personaje—, ha emergido la figura egregia, soberbia y soberana del soberano: el rey, Felipe VI.

Inteligente, cercano —que no campechano—, sensible con su pueblo, empático con los ciudadanos, prudente, firme cuando fue necesario frenar el separatismo, con España en la cabeza y en el corazón, culto, categórico en sus principios democráticos, ajeno a veleidades y excesos de cualquier tipo y respetado internacionalmente, son atributos que le han convertido, por méritos propios, en el mejor embajador y más cualificado representante que pueda tener el Estado español.

Superó con nota el incidente de Valencia ante un pueblo enfurecido y adolorido cuando ni huyó ni se escondió —para vergüenza del «héroe de Paiporta», que perdió los calzones saliendo en estampida—. Dijo que volvería y ha cumplido con creces, pues ha regresado en varias ocasiones. El lunes mismamente, presidiendo en Valencia la misa funeral por las víctimas, una vez más.

«Yo no creo en la Iglesia, pero en la ceremonia de la catedral me he sentido reconfortado», decía el familiar de un fallecido a la salida del ceremonial. Este emotivo y sincero comentario, pronunciado desde el desgarro emocional y el recuerdo del familiar muerto, me hace pensar en una situación que, para mí, encierra ciertas semejanzas. Y no merefiero a la cosa religiosa.

Por cultura, creo que seríamos muchos los españoles que podríamos abrazar, en principio, la idea republicana como un paso o avance sobre el clásico concepto de las hereditarias monarquías. Ahora bien, en estos momentos, en esta España de confusiones y pérdidas de identidad se hace evidente —y así convengo y creo que convienen muchos ciudadanos— que la única figura que representa digna y decorosamente al Estado es la figura del Rey.

Aspecto este que bien conoce Sanchez y su banda de rufianes separatistas, bilduetarras y toda la dispersa ralea que crece en ese huerto de excrecencias que han dado en llamar, en un embuste más, «gobierno de progreso» y en donde solo fructifican corrupciones, comisiones, pisos para amigas, coimas, Ábalos, Titobernis, eres y los fangos y lodos que ellos mismos generan con sus deposiciones verborreicas.

Es obvio —algunos socios no lo ocultan— que su objetivo es romper España. Pero en ese irresponsable camino al enfrentamiento entre españoles, se han encontrado con un paladín de la causa de la hispanidad, una especie de Cid Campeador blandiendo la furia de don Pelayo— contra el que disparan sin recato alguno y con Sánchez como jefe de ese innoble, maléfico y desarrapado pelotón.

Por todo esto, se hace obligado, hoy al menos, defender sin fisuras y con todo el coraje a la institución de la monarquía y a Felipe VI como únicas garantías para la existencia de una España a la que otros, desde el venenoso germen del supremacismo autonómico y el comunismo, odian y quisieran ver quebrada.

Por lo tanto, ¡salud y monarquía!