Fue Walter Benjamin (1892-1940), un crítico inclasificable, tanto por el tono melancólico de su escritura, en la que todo debe ser interpretado y rehecho, como por el uso de un lenguaje experimental para nombrar el mundo, donde cada objeto aparece como huella de una dimensión sagrada, prefiriendo vivir en la verdad de los detalles que refugiarse entre los pliegues de los grandes sistemas. Para él, la pérdida de la tradición sólo puede ser recuperada preservando las citas (“Las citas en mis trabajos son como los asaltantes en el camino que despojan al viajero de sus convicciones”, leemos en Escritos). De ahí que su obra se presente como una biblioteca inacabada, formada por múltiples fragmentos, en la que convergen la pasión del coleccionista y la precisión por el detalle, dos rasgos presentes en sus libros más importantes: París, capital del siglo XIX, donde el término flâneur, tomado de Baudelaire, alude al que camina sin objetivo determinado; y el Libro de los Pasajes, concebido como un texto interminable, cuya atracción principal tal vez resida en su inacabamiento, en lo excepcional de una mirada que busca la totalidad en los detalles casi invisibles. Partidario de la relación con el otro para su propia supervivencia, Benjamin se sirve de la imagen y el aforismo como formas de reconocer un orden inestable y frágil, que está siempre amenazado. Quizá por eso, uno de sus emblemas preferidos gira en torno a la figura del “ángel de la historia”, que trata de unir justicia divina y lenguaje humano, recogido por Paul Klee en su cuadro Angelus Novus y cuyo enigma fue explicado por Gershom Scholem en su ensayo “Walter Benjamin y su ángel”, publicado en 1972. Esta imagen de origen talmúdico, a la que se une la de la llave para abrir la puerta, revela el esfuerzo de quien intenta insertarse en la continuidad de la tradición. Y como la tradición permanece como organismo vivo en cada detalle, lo que en un principio se pensaba unitario se convierte con el tiempo en algo diverso, rico en contradicciones, como la voz oculta del Nombre de Dios, que se despliega desde dentro hacia afuera. Consciente de que la totalidad originaria se ha perdido, la crisis de la modernidad se manifiesta de forma ambivalente en su escritura, pues por un lado le atraen los avances tecnológicos y por otro le atemoriza la destrucción del espíritu humano, según vemos en su célebre ensayo “La obra de arte en la época de la reproducción mecánica”, publicado por primera vez en 1935 y en el que la originalidad de la obra de arte depende de un espacio y tiempo concretos. La fascinación de Benjamin por la verdad de los detalles, por el deseo de atrapar lo significativo en lo pequeño, es lo que da a su escritura un impulso revolucionario, de redención del pasado en el presente. Su carácter dialéctico, visible sobre todo en el volumen II de las Iluminaciones, subtitulado Poesía y capitalismo, revela una mediación entre los extremos, donde el recuerdo se muestra como una aventura excepcional del olvido. Dos ensayos esclarecedores de 1929, “Una imagen de Proust” y “El surrealismo. La última instantánea de la inteligencia europea”, pertenecientes a Iluminaciones I y construidos sobre una sintaxis sin fronteras, no hacen más que subrayar la pérdida del aura en el proceso de la reproducción técnica y la búsqueda del sentido más allá del sistema. Su pensamiento en crisis, fruto de la desconfianza ante lo establecido, le llevó a vivir en el incierto territorio de lo provisional, es decir, en ninguna parte, haciendo de su escritura una permanente metamorfosis (“La traducción rige espacios continuos de transformación y no abstractas regiones de igualdad y semejanza”, escribe en su ensayo “La tarea del traductor”), y afirmándose como pensador de la ruptura. Este carácter subversivo, ajeno por igual a las etiquetas de la moda y a cualquier intento de fácil asimilación, revela la relación conflictiva del escritor con las raíces más profundas de la tradición, cuya discontinuidad apela a algo nuevo, la irrupción de lo trascendente en la historia, y apunta a una reconstrucción de lo originario. Su tarea fue la de reponer el conjunto total en la palabra, el retorno de lo múltiple a lo uno desde la verdad de la contradicción.
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