En la rebotica, ese rincón donde las ideas se maceran despacio, reflexiono sobre una frase que hace años me persigue: “Hay hechos conocidos que conocemos, hay cosas que sabemos que sabemos. También sabemos que hay hechos desconocidos conocidos, sabemos que hay cosas que no sabemos. Pero también hay hechos desconocidos que desconocemos, aquellos que no sabemos que no sabemos.”
Donald Rumsfeld, el que fue secretario de Defensa de Estados Unidos, pronunció esta frase durante la guerra de Iraq y aunque parece un trabalenguas, es mucho más que eso.
Su alcance va mucho más allá del entorno de conflicto bélico. Es una radiografía de nuestra ignorancia, un recordatorio de que el conocimiento humano es apenas un pequeño rayo de luz en la inmensidad del cosmos.
Creemos entender el mundo, pero la ciencia nos da curas de humildad: solo conocemos el 5% de la materia del universo. El resto, ese 95%, se oculta bajo nombres como materia y energía oscura. Oscura, porque no sabemos qué es, ni cómo interactúa, ni por qué está ahí. Son un claro ejemplo de lo que sabemos que no sabemos.
Y no es solo la materia. La luz, esa aliada que nos permite ver, tampoco nos lo cuenta todo. El espectro visible es una franja diminuta en la inmensidad de las longitudes de onda. Más allá del rojo y del violeta se extiende un territorio que nuestros ojos no alcanzan: rayos gamma, rayos X, infrarrojos, microondas… Para explorarlo necesitamos instrumentos que no son ópticos, porque los telescopios convencionales se quedan ciegos ante lo invisible.
¿Qué otras realidades existen en esas frecuencias que no podemos percibir? ¿Qué mundos se esconden en lo que no vemos? Todo esto sería parte de lo que no sabemos que no sabemos.
Este límite sensorial nos recuerda algo esencial: la realidad no cabe en nuestra mirada, ni siquiera en nuestro cerebro. Somos criaturas diseñadas para sobrevivir, no para comprenderlo todo. Y, sin embargo, la curiosidad nos empuja a plantear teorías, a lanzar sondas, a inventar detectores que escudriñen la oscuridad. Cada avance nos revela más preguntas que respuestas. Cada certeza abre un mundo nuevo por comprender.
Quizá la verdadera sabiduría consista en aceptar nuestras limitaciones. Saber que lo que hoy ignoramos es inmenso, que lo que creemos saber puede cambiar mañana y que lo que no sabemos que no sabemos es el territorio más grande de todos. Ese espacio donde habitan las sorpresas, los descubrimientos y también los riesgos.
En la rebotica de la reflexión, este pensamiento nos invita a la humildad. A mirar el cielo nocturno y entender que no es solo belleza, es misterio puro. La ciencia no es un catálogo de verdades, sino una linterna que ilumina apenas unos metros en la oscuridad. Recordemos que, mientras discutimos sobre certezas, el universo sigue ahí con sus secretos, indiferente a nuestra necesidad de comprender.
Al final, lo que sabemos representa apenas un punto; aquello que reconocemos no saber es como una esfera, y lo que ignoramos por completo abarca una inmensidad comparable a la del cosmos.
Y quizás ahí, en esa infinitud, reside la grandeza del ser humano: seguir preguntando, seguir buscando, aunque nunca alcancemos la orilla. Porque lo desconocido no es un fracaso, sino la condición misma de nuestra aventura. El océano de lo que ignoramos nos recuerda que la ciencia no es un puerto seguro, sino una travesía interminable que hay que disfrutar escala a escala, singladura a singladura.
En esa travesía, cada descubrimiento es una isla que aparece lentamente, pero el horizonte siempre se expande más allá. La materia oscura, las dimensiones ocultas, las fuerzas que aún no comprendemos, todo nos dice que el universo es más vasto de lo que nuestra imaginación alcanza. Y, sin embargo, seguimos navegando.
Tal vez la grandeza no esté en conquistar el océano, sino en aceptar que nunca llegaremos a puerto final. Que la ignorancia no es un vacío, sino un espacio fértil donde germinan las preguntas. Que la certeza es apenas un destello y la duda, la brújula que nos va orientando bajo la niebla.
En la rebotica, entre frascos y fórmulas, este pensamiento se vuelve cotidiano: medir, calcular, observar y al mismo tiempo aceptar que lo invisible también cuenta. Que lo esencial, como decía Saint-Exupéry, es invisible a los ojos. Y que, en ese océano de lo desconocido, lo que nos salva no es la soberbia de creer que lo sabemos todo, sino la humildad de seguir preguntando.
Porque la ciencia, como la vida, no consiste en llegar a destino, sino en disfrutar del camino.