Dicha por un observador impertinente del Reino
En nuestra hermosa España, donde la lengua castellana adereza absolutamente todo con giros pintorescos, ha florecido un fenómeno digno de estudio: la Charo. Pese a que hoy es más probable escuchar un ¡Charo, segarro!, que un siempre “gracias”, surge también esta nueva expresión que no se refiere a la vecina discreta, por el contrario es la referencia a un emblema de carácter colectivo que mezcla alcahuetería, gritos y una rebeldía mal digerida.
Recuerdo que la primera vez que escuché anteceder un artículo al nombre quedé escandalizado. Pensé que era una licencia vulgar, hasta que supe que en Cataluña el “la” no era una afrenta, sino una costumbre, como también, pasado el tiempo conocí que “pan tumaca” no significaba “bocadillo de tomate”.
Atendiendo a esto descubro que la charo tampoco es un simple apelativo, sino una categoría social. Está la Charo verde esmeralda, azul lavanda o morado liris. Todas teñidas en un afán de singularidad que se difumina y termina en estridencia. Así, resulta, que donde yo quisiera ver poesía cromática, ellas responden con desparpajo “tengo el pelo tó morao”.
Nunca he tenido trato con este tipo de damas —dames o domos—y por esto doy gracias a Dios. Si algo define a una buena Charo es su vocación de vigía indiscreta. Se cuelga de la ventana como si estuviese en una atalaya y acude al parque porque es el foro de los chismes y cotilleos. Su lengua es una tortuosa espada de difamaciones. Yo conocí a una vecina que ejercía de noticiera perpetua y que nos hacía a todos un traje a medida. Sospeché bien de sus inclinaciones políticas y no me equivoqué. Era poco proclive a las misas y conspiradora de esquinas, se reunía y cuchicheaba con esos que confunden la revolución con el simple ruido.
Con los años la experiencia nos enseña que el maldiciente solamente se hermana con quien comparte su credo, o también, por indiferencia, con el que se manifiesta indiferente. No necesita ni que justifique su apostasía. Nuestra vecina, de simple charlatana devino en difamadora, berreadora y, finalmente, en mosca cojonera.
Y ahora, por exigencia de una buena amiga —por esas cosas de la actualidad— debo describir a la Charo moderna. Busco y en las páginas del diccionario encuentro: chaladas, murmuradoras, calumniadoras, charlatanas, cotorras y liosas. Añádase: antiestéticas, repulsivas y desagradables. Su aspecto es el de quien se lava poco y vive entre gatos y cacerolas sin fregar. Parecen discípulos de Diógenes, pero en versión doméstica. Las supongo agitadas en consultas de psicólogo, devorando pastillas y palideciendo más que Frankenstein. Toscas, ordinarias, con pechos velludos y atuendos diseñados por el enemigo.
En cierta ocasión me topé con una de estas. Portaba una pancarta y gritaba con furia: ¡somos las nietas de las brujas que no pudisteis quemar! Mi afición a la historia me obligó a corregir esa imprecisión, y dije: Es más probable que seas descendiente de quien llevaba la antorcha y encendía la hoguera. Pero la verdad, como es costumbre, fue recibida con un insulto ¡Qué ironía! Intentan ser herederas de la rebeldía y solamente lo son de la intolerancia, porque usan del mismo fanatismo que quienes quemaban “brujas” sin juzgar.
No me cabe duda de que esa también es la Charo, pero en su versión más tosca y grosera. Son insufribles. Los jóvenes las definen como feas, eternas solteras, incómodas y amargas. Yo confirmo que son amargas como el vinagre, repulsivas como la suciedad y malas como Caín. Y sin embargo, ahí siguen, multiplicándose como setas tras la lluvia y recordándonos que la sátira no es un invento del escritor, sino del reflejo fiel de la realidad.