La Receta

La botica y la alquimia en la pintura

En la historia del arte, pocas figuras han habitado tan silenciosamente los lienzos como el farmacéutico. La botica —ese laboratorio de lo cotidiano— se convirtió, antes que el hospital moderno, en el escenario donde la humanidad buscó remedios y esperanzas. Y la pintura, con su ojo atento a la vida común, no dejó de asomarse a sus mostradores y a sus frascos.

En la España del siglo XIX, José Jiménez Aranda dejó una de las escenas más fieles y entrañables en la rebotica (1882). El cuadro muestra ese espacio donde el farmacéutico no solo prepara remedios, sino donde se conversa, se discute y se comparte el pulso de la vida del pueblo. Es la rebotica como foro ilustrado, como lugar de tertulia médica, política o literaria; una prolongación del café y del casino, pero bajo el perfume del ungüento y del alcohol. En su silencio ordenado hay una metáfora del espíritu de la profesión: el saber que se transmite sin aspavientos, la confianza en el criterio sereno y la palabra medida.

En el extremo opuesto del tiempo, Salvador Dalí rinde homenaje en ‘El farmacéutico del Ampurdán que no busca absolutamente nada’ a una figura familiar de su niñez en Figueres: el boticario que, entre matraces y morteros, simboliza la persistencia del oficio frente a la vacuidad del mundo moderno. Dalí convierte al farmacéutico en un personaje casi místico, que mantiene la dignidad del método y la concentración en medio del delirio surrealista. También en ‘Un farmacéutico levantando con extrema precaución la tapa de un piano de cola’, el artista amplía el gesto cotidiano del profesional hasta convertirlo en una liturgia de la precisión: la ciencia hecha arte.

La relación entre el pintor y la botica no es casual. Ambos trabajan con la materia: pigmentos, aceites, minerales. Durante siglos, los colores y los medicamentos compartieron morteros y fórmulas. La alquimia, que es fruto de ambas disciplinas, enseñó a transformar la sustancia del mundo a través del fuego, la paciencia y la proporción. Por eso, cuando la pintura aborda la figura del alquimista, está retratando, en cierto modo, a un tipo de farmacéutico.

En el siglo XVII, los flamencos David Teniers el Joven y Jan Steen popularizaron la imagen del alquimista absorto, rodeado de frascos, crisoles y libros abiertos. En El alquimista`’ de Teniers, la escena es moralizante: el sabio obsesionado con el oro arruina a su familia, convertido en un símbolo de la vanidad del conocimiento sin medida. Pero a la vez, esa luz dorada que entra por la ventana y cae sobre los instrumentos anuncia el nacimiento de la ciencia moderna. Más tarde, Thomas Wijck y Cornelius Bega ennoblecerán al alquimista, presentándolo como un estudioso en su gabinete, con cierto orden, con un aire de respetable investigador. La transición del charlatán al científico está ya en marcha.

El Siglo XVIII lleva este motivo a su apoteosis ilustrada con Joseph Wright of Derby y su célebre ‘The Alchymist, in Search of the Philosopher’s Stone, Discovers Phosphorus’ (1771). Allí, la luz que surge del matraz ilumina la estancia como una revelación divina. El alquimista se convierte en figura del descubridor, en el hombre que encuentra en la naturaleza una chispa sagrada. 

El laboratorio del alquimista y la botica del farmacéutico son, en el fondo, la misma estancia en distintas épocas. En ambos hay orden y riesgo, técnica y esperanza. La diferencia es que, en el mostrador de la botica, la búsqueda del oro se transforma en búsqueda de salud. El boticario ya no ansía la piedra filosofal, sino el equilibrio, la medida exacta que cura o preserva. Si el alquimista representaba el deseo de dominar la materia, el farmacéutico encarna la voluntad de servirla.

Por eso, cuando la pintura moderna se acerca al mundo farmacéutico —desde Sorolla, que en ‘El doctor Simarro en el laboratorio’ (1897) retrata la claridad del trabajo científico, hasta Dalí, que devuelve al boticario su dimensión poética— no está haciendo solo crónica de un oficio, sino celebrando una actitud ante el conocimiento: la del hombre que mezcla, observa, compara y espera.

A lo largo de los siglos, la figura del farmacéutico ha mantenido en el arte un perfil discreto pero esencial: la del mediador entre la ciencia y la compasión, entre el orden químico y la inquietud humana. La botica, con sus frascos alineados y su penumbra limpia, ha sido un pequeño templo del equilibrio. Y quizá por eso, cuando un pintor decide detener su mirada en ella, descubre lo mismo que el alquimista buscaba en sus crisoles: que la materia, trabajada con respeto, puede convertirse en luz.