Hay en la vida de Ramón J. Sender un capítulo singular que suele quedar relegado bajo el peso de su obra y de los avatares de una existencia marcada por la guerra, el exilio y la literatura. Sin embargo, su temprana relación con la farmacia ofrece una clave escondida para comprender la mezcla de observación minuciosa, sentido práctico y fascinación por la fragilidad humana que recorre toda su escritura. Nacido en Chalamera del Cinca en 1902 y fallecido en San Diego (California) en 1982. Sender es, para varias generaciones de lectores, el autor de Réquiem por un campesino español y de La tesis de Nancy, la primera profunda y trágica, la segunda ligera y amable. Pero su autobiografía no declarada, contenida en Crónica del alba, encierra esa otra vida que casi nadie recuerda: la del mancebo de botica en Zaragoza.
El joven José Garcés —nombre que encubre al propio Sender en la ficción— aparece en El mancebo y los héroes recordando sus días entre frascos, redomas y morteros. En 1916 —cuando apenas contaba catorce años— entró de aprendiz en la histórica botica Farmacia Rived y Chóliz (calle Estébanes, esquina Don Jaime I).
Precisamente acaba de aparecer un libro promovido por Francisco Javier Ruiz Poza, Presidente de la patronal de los farmacéuticos aragoneses, que recoge las estirpes de más de tres generaciones de farmacéuticos de Aragón en la que aparece documentado este hecho en la ‘estirpe de farmacéuticos Chóliz’.
Allí aprendió Sender que la ciencia, antes de ser teoría, es manipulación y paciencia. Preparando un jarabe de quinina, agitaba y agitaba en vano, hasta que Chóliz —«grave e importante», lo recuerda el narrador— dejó caer una gota de ácido sulfúrico que obró la «magia» de la disolución. Tapón, papel de estaño, etiqueta: todo un ceremonial que dejaba al muchacho deslumbrado por el ‘fiat secundum artem’, el hágase según arte.
Nada expresa mejor la esencia de la farmacia tradicional que esa mezcla de técnica y rito, de exactitud y misterio. Sender quedó prendado de esa dualidad. También fue víctima del esfuerzo físico que exigía la preparación de fórmulas magistrales: la labor interminable de la emulsión de aceite de hígado de bacalao, que había de removerse durante días hasta que «oliera a ajo», y más aún después, «hasta que el olor a ajo desapareciera», en una prueba casi iniciática del aguante de los mancebos.
En aquel universo cerrado convivían la ciencia naciente y el folclore del oficio. Sender lo observa todo con la curiosidad absoluta de quien está aún descubriendo el mundo, y la farmacia le enseña, quizá por primera vez, que en la vida hay sustancias que curan y sustancias que matan, y que basta una dosis mínima para inclinar la balanza. «Algunos frascos tenían debajo del letrero una calavera y dos tibias», recuerda Garcés; eran los venenos que le sonreían desde las estanterías, y cuya potencia podía matar a un buey «con una sola gota en el ojo», como el cianuro. La imagen le perseguía incluso cuando veía un animal vivo, recordatorio permanente de que la muerte puede caber en un frasquito de vidrio.
El muchacho de la botica tal como confiesa en la novela aspiraba a ser un «hombre de ciencia». Sin embargo, la realidad lo llevó, por el ímpetu de sus ideas libertarias, primero al periodismo y luego a una literatura de combate y memoria. Dejó el mortero y el almirez, pero nunca renunció del todo al espíritu observador que le inculcó la farmacia tradicional: la atención paciente a lo pequeño, a la mezcla adecuada de ingredientes en proporción justa, al latido íntimo de la vida cotidiana.
Puede que aquel aprendizaje humilde y fatigoso no lo convirtiera en farmacéutico, pero sí en un escritor capaz de medir las palabras como pesos precisos en una balanza de rebotica. En su escritura subsiste la mirada del auxiliar que sabe que cada elemento tiene un efecto, y que la humanidad —como la quinina— solo se disuelve en el ácido de la verdad.