Hasta el 25 octubre, Juan Carlos Fernández-Savater expone 13 tablas en la Galería Leandro Navarro (1). La exposición, Un río, es una apoteosis de autenticidad pictórica prerrenacentista, cuña e impronta de su búsqueda ascética. Su pintura, figurativa no realista, es la decantación mística de la inquietud espiritual.
Fue Francisco Calvo Serraller el crítico de arte que quizás mejor entendió en su momento la pintura de Juan Carlos Fernández-Savater, dejando constancia en la serie Artistas Españoles Contemporáneos (Fundación Argentaria, 1995) y otras publicaciones. No obstante, Juan Carlos siguió pintando, alumbrando lo mejor de su arte, después del fallecimiento de Calvo Serraller. Y la escritora y crítica María Escribano es asimismo genitora de bellísimas y justas palabras al comentar la obra del pintor. Estamos, por tanto, ante la creación de artista consagrado por los mejores analistas pictóricos para quien hoy improviso estas líneas de aficionado. Felizmente compensadas por las que, en el catálogo de la Galería Leandro Navarro, la más prestigiada de España, sustancia con brío, afecto y respeto Andreu Jaume.
No son muchos, pero sí de mérito, los cuadros de esta exposición (de medianas dimensiones, trece óleos sobre madera). Y aunque ya lo escribí en anterior comentario a otra exposición reitero ahora en aras de situarlo en su transitar pictórico y vital: a Juan Carlos, su vida durante, la praxis mística y la belleza del mundo han tentado por igual (2). De esa simbiosis –espiritualidad densamente mística y belleza de lo natural y epidérmico- asciende una obra sutil y única en la que las influencias de los maestros avalan el hondo aliento que nos envuelve como una marea de susurros graníticamente atávicos. Esas sensaciones que no brotan, pero necesitamos sentir, y, de repente, rota la pesada losa aparecen simbólicamente en creaciones que templan y bruñen el alma.
¿Quiénes son los maestros que ahormaron las primeras hechuras de Savater? Clásicamente, los de siempre, los de todo pintor que se precie y no se jacte de ser un pretencioso ignaro adscrito al arte conceptual (C. Lorrain, G. Walls, Rubens, H. Seghers, Goya en su paisajismo, Adam Elsheimer, etc.) No obstante, en Savater la influencia, que no la inspiración invariablemente suya, va por épocas en las que el poso decantado proviene de muy diversos manantiales. De ahí su riquísima polisemia y matices. En anteriores exposiciones, recurrentemente la crítica apuntaba a Friedrich como inspirador de Juan Carlos. No lo veo yo tan claro. Estaban Hartley –con sus paisajes de Maine- y esencialmente Cedric Morris (con Albert Pynkham Ryder en trasfondo) sin duda alguna. Pero, sobre todo, tengo la impresión, en la pintura de Juan Carlos alumbraba por entonces el simbolismo báltico y los ecos cósmicos de nórdicos y eslavos (Oskar Kallis, Kristjan Raud, Antanas Zmuidzinavicius, Ciurlionis, etc.) Aunque, si bien se mira, la paleta de nuestro artista se insinuaba apuntando sugerentemente –más intelectualmente que pictóricamente- también a Delvaux, Magritte, Dorothea Tanning, Giorgio de Chirico y hasta Balthus por el ritmo que imprimía a la figura humana, joven y femenina o arcangélica, habitual en Savater. Esto es, en su anterior producción lucían varios maestros tamizados por su esencial originalidad, la de Savater, digo. Lo de ahora es completamente distinto, lo de ahora es una enjambrazón única, o casi, habida cuenta que esta exposición es un acto revolucionario llevado a cabo por el Yo cristiano-nietzscheano –¡eh, oui, no hay oxímoron! - que en solitario barre así, con poderío, la última reminiscencia que pudiera quedarle del Ego romántico.
El Savater de antes difícilmente hubiera podido caer en el centro del Black hole que ha tragado nuestra miserable cultura, incluida la pictórica. Pero el Savater de ahora ha roto irreversiblemnte amarras con una velocidad de escape que lo sitúa ahí arriba, do mora el puro espíritu. Quien mejor lo ha visto ha sido, como siempre, Miriam Escribano que me lo transmitió con su proverbial generosidad: Juan Carlos Savater ya es un pintor prerrenacentista. Juan Carlos recupera la fuerza (entre ingenua y salvaje) del espíritu prerrenacentista en pintura. Crea cual ascético monje en cenobio. ¿Cómo lo ha conseguido?, me pregunto, ¿cómo ha llegado ahí? No lo sé, lo intuyo, pero no lo sé, quizás él tampoco lo sabe (3). A ver si me sale. A ver si acierto a decirlo.
Sintetizando, por escuelas nacionales europeas se admiten dos modelos pictóricos románticos bien definidos, canónicos, y casi opuestos: el francés (adscrito a Delacroix) y el alemán (asociado a Friedrich). En ambos modelos estalla con violencia la necesidad revolucionaria, alma de la época, de desembarazarse del academicismo dominante (recuérdese el neoclasicismo de David) reconociendo el papel central del artista, espiritualmente autónomo, que se había perdido en Occidente. Con el romanticismo la pintura recupera las dimensiones íntimas y emocionales del propio pintor abriéndose a una autenticidad desembarazada de jerarquías academicistas. Con el romanticismo la pintura rescata la vibración íntima del Yo. Que, exacerbada a veces en autoafirmación dogmática y enfermiza, deviene en el Ego del absurdo dandi posando, de espaldas al espectador, en el conocido paisaje de Friedrich que señorea más henchido de sí mismo que Nabucodonosor. Y, no obstante, transitando por otros farallones, el romanticismo pictórico, de múltiples recorridos y tonos, aporta también al artista una cultura de la diferencia exploradora de nuevos contextos históricos y geográficos –abiertos luminosamente a Oriente- y revitaliza la consideración muy atenta de nuestra propia Edad Media que, en definitiva, cristaliza en una capacidad inédita de comunicación y emoción. En este sentido, y solamente en este sentido, por su autonomía pictórica fuera del academicismo y de otras modas que hoy día ejercen la misma función represora que por entonces, Juan Carlos desciende del romanticismo si bien en él no hay ni traza del Ego de Friedrich –mucho menos del Byron (aunque para ser inglés no escribía mal, fue otro tonto fotogénico, como el Che) triunfito muerto de éxito a lo James Dean (o viceversa)- y sí desciende Juan Carlos, en pura raza, del Yo forjado a su propio aire como un Schopenhauer gruñón incómodo en los mitos de la época.
No puede existir, sospecho, un Yo más tangible, luminoso y ferozmente rugiente en su silencio antiguo que el del asceta. Este Yo, que es el Yo de la Plenitud, partiendo de su profundo cristianismo natal le viene a Juan Carlos por la frecuentación del Advaita Vedanta, de los Upanishads y del Gita (de tan fecunda influencia en Nietzsche). Juan Carlos es un asceta -mérito mayor, si no lo es lo intenta- que vuelve en corto y por derecho al prerrenacimiento monacal (gracias Miriam, hermana mía en el Pueblo de la Revelación). Y, precisamente, por ese retorno a las fuentes, aunque en Cosme Tura o Andrea Mantegna se observan abundosos elementos iconográficos que podrían avecindarse sin resultar chocantes o anacrónicos en la obra de Juan Carlos Savater, parece más oportuno remontarse a Cimabue (o a Duccio di Buoninsegna) para establecer una filiación espiritual y pictórica intuitivamente sólida entre el pintor aquí comentado y sus posibles inspiradores. Todos somos hijos de alguien. Su inmensa cultura pictórica lo avalaría. Y digo bien Cimabue y no Giotto –genio crucial en la historia de la pintura, uno de los mayores innovadores que ha habido- discípulo del anterior, toda vez que en la obra de Giotto, definitivamente rupturista para su época, afloran inesperadamente, aquí y allí, elementos decorativos (probablemente tributos estéticos para satisfacer el mecenazgo de la nobleza, ricos comerciantes y la pompa eclesiástica) llamativamente ausentes en la obra de Savater y en cierta medida en Cimabue. Porque si hay algo inmediatamente perceptible en la obra de Savater es la ausencia total de sometimiento decorativo. Tanto es así que establece y fija una dicotomía absoluta entre los espectadores: gusta o no gusta. No hay término medio. Quien busque obra decorativa ahí tiene la escuela de Botero, los hiperrealistas domingueros, los relojes de cuco, los surrealistas en pantuflas, los gatitos o incluso esas maravillas woke-conceptuales de tanto predicamento hoy día.
Savater es otra cosa. Una obra de Savater hay que contemplarla en plena desnudez individualizada, ninguna otra obra o elemento decorativo puede acompañarla. Cualquier obra de Savater necesita una pared para ella sola. Su Yo aristocrático, sediento de espiritualidad, de misticismo, no sucumbe jamás al mínimo elemento decorativo, rebajando voluntariamente el virtuosismo formal de sus tablas. Resumiendo, Savater no es un pintor comercial y su galerista, Iñigo Navarro, es un héroe.
No es humo de pajas que nuestro artista se yerga frente a la manipulación social que propugna irreverencia, transgresión, concienciación y radicalidad conceptual como pilares del arte contemporáneo (obsérvese el oxímoron) imperiosamente dominante. Porque así lo ha decidido, planificado y ejecutado el largo brazo del Becerro de Oro desde sus establos franquiciados en París, Londres, Hong Kong, Nueva York. Frente a este nihilismo deshumanizado, indigente de conocimientos artísticos, indocto hasta la grosería, aherrojado al espectáculo y a la cuenta de resultados, Savater mantiene la confianza plena de que su obra, a contracorriente de modas, permanecerá. A la par de esos prados y esos ríos y esos arcángeles que siempre están ahí. En sus cuadros y en la vida, por dolorosa que sea. Prados que un buen día, con el alma maltratada por el asfalto cutre, al echarlos de menos en una esquina canalla estimulan el impulso de volver a dormir en la yerba fresca que permanece y nos espera. Y adiós para siempre a paredes y muros ramplones, pretenciosos y reiterativos, repletos de grafitis que nutren la incultura mugrienta de esta época. Adiós a Basquiat. Adiós a Pollock. Adiós al fraudulento arte contemporáneo conceptual. Adiós a la jerga pictórica barriobajera. Los personajes de Savater hacen el amor en latín. Por supuesto, este enfoque no agota los ángulos de visión respecto a la obra de Savater. En una perspectiva poliédrica entra también la sintética crítica, empero erudita y brillante, de Fernando García Alonso en este diario (4) complementaria de la que aquí sustancio.
Sucede que esa capacidad de Juan Carlos para expresar la tremenda dificultad del secreto de las cosas, ese don para plasmar el trazo evocador, proyecta hasta la emoción la pincelada justa que retiene temblorosa la imprecisión de las sensaciones. Un perfume sutil que solo se percibe desde el alma. La pintura de Juan Carlos es una gracia nueva, una frescura cristalina de sabiduría de mirlo, de seriedad de árbol, de alegría de pleamar impregnada de salitre y olas viajeras que arriban a las serranías del Guadarrama. Lo escribí en otra ocasión y reincido: Juan Carlos Savater es un profeta que se alimenta de miel silvestre y colores bien acordados y predica a rugidos la verdad del arte azotando sin piedad a los mercaderes del templo.
Toda su pintura es así. La Naturaleza, incluida la humana, relatada desde la séptima dimensión prerrenacentista a la que él accede y generosamente nos conduce por la mirada a su propio mundo. Que es asimismo nuestro destino.