Desde su expulsión del paraíso y posterior caída en la historia, el hombre ha quedado como una “mitad perdida”, que se esfuerza por recuperar su antigua unidad. La edad moderna, que nace en el siglo XVIII con la Ilustración, inaugura una concepción crítica del arte con el Romanticismo, basada en la coexistencia de analogía e ironía, y que llega a su culminación con las vanguardias. Esta estética del cambio, percibida como un fluir que todo lo unifica, se apoya sobre una poética de la presencia, en la que se integran dos nociones complementarias: la convergencia, entendida como intersección de los tiempos, y la reconciliación, concebida como la aceptación de la alteridad que nos constituye. Para el artista moderno, el arte sólo se justifica en la negación y aparece como expresión de lo que no se dice. Y como la función de la obra de arte consiste en expresar el misterio que está más allá de la realidad, nos sitúa frente a lo absoluto que trasciende lo real y nos habla en el presente con la voz de lo sagrado, que es una forma de reconocer lo que somos. De este modo, al ser el arte la revelación de un mundo primordial, sepultado bajo los escombros de la historia, lo que queda de él es su memoria de lo perdido, porque su presencia se define por su ausencia. Ausencia y presencia van juntas, pero la primera mira al pasado y apunta a una reconquista de la plenitud, mientras la segunda tiene lugar en el instante, que pone a prueba a la realidad entera. De ahí que, cuando se habla del “arte presencial”, no se alude sólo a lo inmediato, a la simple representación del estar aquí, sino también a la irrupción fulgurante de un más allá sin límite, cuya libertad de manifestación conserva su enigma ilimitado. Y si el brillo de la belleza es instantáneo, fulminante, lo que queda suspendido, en espera de ser dicho, es un residuo cantable, Singbarer rest, en expresión de Paul Celan, un acontecimiento singular como experiencia de la memoria, que es lo que el poema intenta rescatar o conmemorar. Hablar de lo presencial es dejar paso a lo insólito, a lo que está fuera de lo habitual, asumir el riesgo de la desaparición para salir de sí y ser fiel a la voz de lo sagrado que permanece en el recuerdo (“¡Que lo sagrado sea mi palabra!”, había dicho Hölderlin). No hay poesía sin la experiencia de lo singular, pero “toda singularidad es subversiva”, como afirma Edmond Jabès, de ahí que la palabra poética, como acto de libertad, se forme y habite en el abismo de su propia extrañeza. Al ser la poesía un arte de la memoria y del lenguaje, lo que se reconoce en el espacio vacío del poema es una voz singular, cuya apertura secreta e ilimitada, en su encuentro con lo otro, genera un intercambio, un diálogo con lo ausente, llevado hasta el extremo de lo posible. Lejos de identificarse la ausencia con la nada, la ausencia constituye la primera presencia en el acto de creación, de cuya aparición se genera siempre algo nuevo. Tal vez por eso, ausencia y presencia se alimentan mutuamente y resultan inseparables en la escritura (“Los poetas han sido los primeros que han revelado que la eternidad y lo absoluto no están más allá de nuestros sentidos, sino en ellos mismos”, señala Octavio Paz en el prólogo a La casa de la presencia), haciendo que la palabra poética, en su reconciliación de los contrarios, busque no sólo la experiencia de lo absoluto, sino también la revelación de nuestra condición original. Al refugiarse en la eternidad del instante, “la eternidad en vilo”, de la que habla Jorge Guillén, lo que dice el arte presencial, con su combinación de intelecto y pasión, es generar una preocupación afectiva, sensible, en la que participa la totalidad del ser.
Subrayar la presencia visible en beneficio de la invisible, poner de relieve la evidencia del árbol o la piedra entre los pliegues de una bruma, equivale a mantener una lucidez transitoria en la experiencia artística, que tiene que ver con el espíritu de la poesía, pues en la escritura poética lo esencial se decide a partir de un matiz (“Más que por los grandes temas, la poesía se salva por los pequeños detalles”, afirma la poeta polaca Szymborska). Y si lo propio de esta pasión por los detalles es una “mirada microscópica”, que tiende a captar lo significativo en lo insignificante, ese deseo de presencia, más que a una representación de lo concreto, va ligado a una búsqueda de lo simple, que da sentido al mundo y aparece en la unidad del poema (“yo no utilizo el término de sensible, pues se podía interpretar que significa lo concreto. Prefiero utilizar el término de presencia, el universo como presencia. Se trata, en cierto sentido, de una experiencia del instante, en su plenitud sin memoria”, señala Yves Bonnefoy en sus Entretiens sur la Poésie). Partiendo del hecho de que cualquier representación esconde o enmascara la auténtica realidad, el arte presencial tiene que ver con la apertura sostenida por la trascendencia, pues salvar consiste en transformar las cosas, en llevarlas a una realidad más plena, Por eso, en la novena de las Elegías de Duino, Rilke nos dice que el lenguaje, al liberarse del dominio de la representación y entrar en el espacio de lo imaginario, se convierte en experiencia viviente y genera nuevos espacios de sentido (“Estamos tal vez aquí para decir: casa, / puente, surtidor, puerta, cántaro, árbol frutal, ventana / todo lo más: columna, torre…pero para decir, compréndelo, / oh para decir así, como ni las mismas cosas nunca / en su intimidad pensaran ser”). Lo que se propone aquí es un proceso de interiorización de las cosas, característico de lo poético, que no puede darse al margen de la existencia humana. Toda esta gramática de lo existencial, que viene subrayada en estos versos por el adverbio de lugar, los deícticos y los símbolos elementales, sirve para particularizar la expresión, para poder vivir nuestra vida en aquello que es otra. De esta manera, al ser la palabra poética una mediación entre la ausencia y la presencia, su camino a recorrer es una apuesta por lo imposible, que es lo que nos hace salir de nuestros propios límites. Aquí, en el umbral de lo inacabado, donde lo próximo y lo lejano se confunden, radica la poética de lo presencial, que hace que el recuerdo de realidades elementales, una cuchara oxidada, un vaso de vino en la mesa o el ruido de una llave en la puerta, se conviertan en experiencias vivas que por sí mismas dicen la totalidad. Porque lo que hace la palabra poética, en su fulgurante aparición, es iluminar la realidad como un relámpago, dar a lo efímero un sabor de eternidad. La poética de lo presencial, al tener lo invisible por sustento, va más allá de toda fórmula y es un reflejo de lo que al principio resplandeció en su plenitud. Porque lo presencial no se reduce a reproducir las apariencias, sino que brilla en el instante con un vivo destello, dejando entrever un claro en la articulación de una trascendencia. Lo presencial no es un simple vestigio, sino el signo de una promesa, la prueba de la potencialidad de la palabra por arrancar de las sombras una levedad en la esperanza, para hacer de lo ausente una experiencia de plenitud.
Entre la ausencia y la presencia hay un intervalo, un entre o distancia que hay que salvar mediante el diálogo. Y dado que la obra de arte es única y no deja de persistir en su unidad originaria a lo largo del tiempo, el acto poético no hace más que apoyarse en lo ya nombrado (“¿Qué es la originalidad? Algo que no tiene nombre, que aún no puede nombrarse, aunque todo el mundo lo tenga ante los ojos. Tal como los hombres suelen ser, tan sólo comienzan a ver la cosa cuando se la nombra. Los originales fueron los nombrados”, dice Nietzsche en la Gaya ciencia), de modo que el nombrar, previo al decir, revela los secretos del lenguaje. La ausencia y la presencia no se excluyen, sino que se complementan, siendo la presencia, basada en la representación, la que se orienta hacia lo posible y permite una mediación entre lo real y lo ideal. Y si la poesía se revela como lenguaje de la presencia a través de la ausencia, el lenguaje poético abarca la totalidad de lo representado, el intervalo entre la ausencia y la presencia, trascendiendo el espacio de la representación y reconociendo la fluidez del mundo. Se puede decir entonces que toda representación remite al ser profundo del hombre, donde lo inmediato se intercambia con lo trascendente y la palabra, como realidad sensible y vivida, tiende a la superación de la representación (“Vivir es representarse, pero también transgredir las representaciones. Hablar es designar el objeto ausente, pasar de la distancia a la ausencia colmada por la representación. Pensar es representar, pero superar las representaciones. El concepto de representación implica-explica el lenguaje”, señala H.Lefebvre en La presencia y la ausencia, 2006, p.109). Al remitir siempre a algo residual, pues la obra de arte no es más que resto de un trato con lo absoluto, la palabra poética se presenta como reconocimiento de lo otro que nos constituye, poniendo el sujeto en movimiento y activando la expresión (“Porque sólo se tiene algo que decir cuando se tiene una pérdida que reparar. Ése es el trasunto del amor: vivir la ausencia de densas presencias”, dice el escritor palestino M.Darwix En presencia de la ausencia, 2011, p.143). En la imaginación del que regresa, la herida abierta por la separación se va cerrando con la penetración en lo desconocido, donde la palabra se ofrece en el poema como la presencia de una ausencia a la que nada falta. Al venir de otro mundo y hablarnos en tiempo presente, la palabra poética se muestra como vacío de nuestra memoria, como huella de un tiempo aún no cumplido, lleno de incertidumbres, cuya ausencia suena en el alma y su presencia no puede deshacerse.