ORBAYADA

Amador, de vuelta

Cuando de pequeña tienes la suerte de conocer a un artista no eres capaz de ver quien es en realidad. Amador Rodríguez Menéndez, fue uno de los grandes escultores del siglo XX en España. Nació en Ceuta, pero vivió y creció en Cangas del Narcea junto a un grupo de amigos entre los que estaba mi padre. Más tarde se les unió Manuel Fernández Álvarez. Amador, en casa, nunca fue el escultor, sino el tío Amador; como Fernández Álvarez no era otro que el tío Manolín. Asturianos de pro, que dieron mucho que hablar a la historia del municipio y a sus gentes. Un escultor, un historiador y un cirujano que traspasaron con su arte y buen hacer los límites de una España pobre, insolidaria y necesitada, en un tiempo en el que la subida de Leitariegos exigía a los viajeros bajarse del autobús y empujar. 

Mis primeros recuerdos del tío Amador están en Tapia de Casariego donde durante algún tiempo las familias coincidíamos en verano. Cuando llovía nos llevaban de excursión y a la vuelta teníamos deberes: inventar una historia, contarla en voz alta y hacer una redacción con un dibujo sobre lo que habíamos visto. Lo de la redacción tenía un pase, reinventar historias nos gustaba, pero dibujar ya era otra cosa. Recuerdo una vez que mi prima, riéndose, nos contó que en el colegio le habían suspendido en dibujo. La miramos con asombro, pensando en la bronca que le habría caído, hasta que guiñándonos un ojo nos confesó que en realidad habían suspendido a su padre. Un visionario su profesor. 

De Amador siempre se dijo que sus obras hablaban. Daba igual que las hiciera con piedra, hierro, madera, alabastro, mármol, bronce o latón, todas tenían el don de expresar. Crecí en casa viéndolas. Recuerdo que tenía la asombrosa habilidad de hablar con un cigarrillo adherido a los labios, a medio fumar. Entre sus esculturas en hierro, enfatizando la figura humana, para mí siempre destacarán dos: Soledad, una mujer hecha de una lámina de metal reclinada sobre sí misma y la cabeza apoyada en las manos, y Trapecio, un aro en el que se posa el contorno de una mujer apoyada en una barra que la supera. Todo es hierro, pero el aire transita compartiendo el protagonismo en ambas figuras. Después, en la serie móviles, como los equilibristas, se decanta por los objetos pendientes de un hilo, los contrapesos y la evocación a la naturaleza, incorporando el plástico transparente en su etapa más racional, hasta enamorarse de la escultura redonda y de la descomposición de la esfera. 

Pero antes estuvo la madera. Todavía recuerdo la deconstrucción de una madreña que nos enseñó en su casa de Méntrida. Ya no éramos niños, pero aún nos vigilaba suspicaz mientras nos mostraba su estudio para terminar con un, pues nada, ya lo habéis visto, ahora mejor os vais a la piscina que aquí hace mucho calor. Y así cerraba un mundo en el que solo permanecían mi padre y él.  Aun así, era imposible no distinguir esculturas a medio hacer; una mesa invadida de lápices, reglas, tijeras y cartulinas; papeles anotados, dibujos geométricos; herramientas afiladas e imposibles; guijarros y cantos rodados; piedras, alambres y todo tipo de materiales que iba uniendo con vástagos de hierro y maderas planas perforadas. En una esquina, sobre una peana, estaba la madreña, quizá un homenaje a las gentes de Asturias y un guiño a la tradición. 

Como a Jorge Oteiza, su gran maestro y amigo, le preocupó la desmaterialización de los cuerpos geométricos. Su obsesión era descubrir la parte interior de las formas y trabajar con precisión su vaciado. Con la deconstrucción descubrió el alma de los espacios: líneas frías, estáticas o dinámicas sobre cuya conjunción descansa la emoción, señaló en alguna de sus entrevistas. Jugó con el cubo, una y mil veces, desmontándolo, desmaterializándolo con ecuanimidad sin dar prioridad a ninguna de sus partes; lo descomponía para construirlo de nuevo sin perder la unidad. Era un investigador, un niño grande buscando la luz y las sombras que emergen ante la pérdida de densidad de la materia. Montaba y desmontaba sin parar. Después incorporaría planos biselados e inflexiones ligeramente curvas para modificar los volúmenes.  

Resuelto el misterio del cubo, hizo lo mismo con otras figuras como la pirámide y el cilindro hasta volcarse en un nuevo problema espacial, la extracción de figuras geométricas de la matriz cúbica, así surge Cubo con extracción de un cilindro. Más tarde, su constante curiosidad le lleva a la valoración del volumen y a tratar de desvelar la esencia numérica de las figuras geométricas, el equilibrio de los cuerpos, y las proporciones armónicas. Le interesa la proporción áurea, los triángulos egipcios y la serie de Fibonacci, claves de la composición matemática que gobierna el orden oculto del mundo y los incorpora a sus obras en la serie Tetraktys. 

Amador Rodríguez fue uno de los escultores más importantes del siglo XX, hizo exposiciones, ganó concursos, sus obras viajaron y se instalaron en museos y espacios de medio mundo, excepto en una pequeña villa entre montañas regada por el Narcea. La tierra a la que se apegó para sentir sus raíces. En estos días, veintitrés años después de su muerte, en Cangas del Narcea se le hace justicia. En la Casa de Cultura “Palacio de Omaña” se ha abierto una exposición de parte de su obra, Francisco Jesús Redondo Losada y José Ramón Puerto Álvarez, artistas cangueses, son los comisarios. “Amador, de vuelta” le honra a Tous Pa Tous. Le honra al Ayuntamiento. Le honra a su familia, pero, sobre todo, honra al tío Amador. Les invito a conocerla, no quedarán defraudados.

Maribel Barreiro es jurista y escritora.

Autora del libro de relatos De príncipes azules y otros cuentos.

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