Tiempo de pensar

Shantideva y la paz: cuando el otro importa más que el yo

Hace unos días, en medio de una de esas jornadas rutinarias y algo estresantes, aturdida por las noticias internacionales,me crucé con una frase que me detuvo en seco. Estaba escuchando al Venerable Lama Ritchen Gyalsen, maestro de la tradición budista, hablando de filosofía oriental y le escuché una frase que ya había leído hacía un tiempo:

“Toda la felicidad que hay en el mundo proviene de preocuparnos por los demás, y toda la infelicidad que hay en el mundo proviene de ocuparnos de nosotros mismos.”

Una frase icónica de Shantideva, un monje budista del siglo VIII que probablemente nunca imaginó que sus palabras seguirían resonando más de mil años después. Y sin embargo, ahí estaban, con una claridad incómoda. Las anoté apresuradamente sin pensarlo. Tal vez porque, en este momento tan especial de la historia humana, sentí que hablaban de mí…de todos nosotros y del mundo entero.

Vivimos tiempos donde el “yo” lo ocupa todo. Nos enseñan desde la niñez, sutil o explícitamente, que el éxito está en priorizarse, en defender lo propio, en avanzar aunque el otro quede atrás. Se nos dice que preocuparse demasiado por los demás es signo de ingenuidad o debilidad. Pero, ¿y si fuera justo al revés?

Shantideva no propone una moral de sacrificio, sino una visión lúcida del sufrimiento humano. El ego, cuando se convierte en centro de gravedad, nos aísla. Y cuanto más giramos alrededor de nosotros mismos, más inseguros, insatisfechos e inquietos nos sentimos. Lo veo en mí, lo veo en muchos: una vida centrada solo en el propio bienestar no es tan satisfactoria como promete.

Ahí entra en juego algo esencial: la compasión. Una palabra que, por algún motivo, hemos dejado de usar con naturalidad. Quizá porque se la confunde con lástima o con una ternura débil. Pero la compasión verdadera ,esa capacidad de reconocer el sufrimiento ajeno y desear sinceramente aliviarlo, no es pasiva ni sentimental. Es una fuerza poderosa. Una brújula ética. Y, creo, una condición necesaria para la paz. No podemos pensar en la paz mundial si todavía no hemos vencido nuestra guerra egocéntrica.

La paz mundial, en el fondo, no empieza en las cumbres ni en los tratados. Empieza en cómo nos tratamos unos a otros en lo cotidiano. Empieza en si escuchamos antes de juzgar, si cedemos el paso, si preguntamos cómo está el otro… y si realmente queremos saberlo. No es un ideal abstracto. Es una práctica, pequeña y constante.

Este mensaje —que Shantideva expresó desde su retiro espiritual— no es ajeno a nuestras tradiciones. Resuena con los ecos de San Francisco de Asís, con el mandato evangélico de amar al prójimo, con la ética más profunda del humanismo occidental. No hay verdadera realización personal que no incluya al otro.

No se trata de desaparecer como individuos. Se trata de comprender que el bienestar propio no se sostiene sin el bien común. Que la alegría más duradera no viene de acumular, sino de compartir. Que el alma, llámese así o de otro modo, se ensancha cuando deja de vivir encerrada en sí misma.

No tengo respuestas fáciles. Pero siempre tuve  la convicción, cada vez más firme, de que el mundo será tan habitable como lo sea nuestra capacidad de compasión. Quizá esa sea la verdadera revolución pendiente: dejar de pensar sólo en lo que nos falta, y empezar a preguntarnos qué necesita el otro. No como deber. Como camino de libertad y de intrínseca felicidad.