En la vasta y minuciosa obra de Benito Pérez Galdós, el retrato de la vida española de la segunda mitad del siglo XIX no sería completo sin la presencia de médicos y farmacéuticos, figuras esenciales en el entramado social de la época. El médico, en su narrativa, aparece a menudo como un hombre de ciencia, pero también de trato humano, obligado a conciliar los avances de la medicina con las limitaciones técnicas y los prejuicios de su tiempo; el farmacéutico, por su parte, es un intermediario discreto entre la ciencia y el enfermo, custodio del medicamento, y a menudo figura de confianza en la comunidad.
En Fortunata y Jacinta, destaca especialmente la figura de Maximiliano Rubín, joven farmacéutico de temperamento débil y salud frágil, cuya formación en la botica no solo lo sitúa en un lugar técnico dentro de la trama, sino que sirve a Galdós para mostrar la tensión entre la disciplina científica y las pasiones humanas. Maximiliano es meticuloso en su labor, conoce la teoría farmacéutica y la elaboración de fórmulas magistrales, pero su vida personal se ve arrastrada por un amor tormentoso que erosiona su ya frágil equilibrio mental. A través de él, Galdós retrata al profesional que, aun rodeado de frascos y morteros, no es ajeno a las miserias sentimentales y morales de su tiempo.
Junto a él, merece mención el doctor Miquis, personaje que aparece en varias novelas, como Tristana, y que representa al médico culto, de amplia formación y trato afable, capaz de inspirar confianza en sus pacientes. Miquis es observador perspicaz y encarna una medicina que, aunque limitada en recursos técnicos, sabe ganarse la autoridad gracias a la combinación de conocimiento y humanidad. Este médico galdosiano encarna la figura ideal de un galeno que sabe escuchar tanto como diagnosticar, un modelo que, en la memoria popular, quedó asociado a la medicina de cercanía que sobrevivió hasta bien entrado el siglo XX.
En cuanto a la medicación mencionada en las obras, Galdós refleja fielmente la farmacopea de la época, todavía a medio camino entre la tradición galénica y las incipientes formulaciones industriales. Aparecen tónicos y reconstituyentes, jarabes calmantes, polvos digestivos, ungüentos y cataplasmas. No es raro encontrar referencias a la quinina, empleada para combatir las fiebres palúdicas, o al láudano, tintura de opio utilizada como analgésico y sedante, cuyo uso era entonces habitual y socialmente aceptado, aunque hoy se contemple con cautela por sus riesgos. También asoman las aguas medicinales, traídas de balnearios con fama de curativas, y las sales de Vichy o Karlstad, prescritas para aliviar dolencias digestivas o reumatismos. El mundo farmacéutico de Galdós conserva así un aroma de botica antigua, donde el olor a hierbas secas, alcohol y aceites esenciales se mezclaba con la solemnidad de los frascos de vidrio esmerilado.
Resulta significativo que el propio Galdós, en sus últimos años, padeciera graves problemas de visión que acabaron en ceguera casi total. Esta experiencia personal de la fragilidad física quizá le otorgó una sensibilidad especial hacia el papel del médico, el boticario y el paciente, y hacia la lucha diaria contra el deterioro corporal.
En el trasfondo de las escenas que describe, late una concepción del médico y el farmacéutico como figuras de confianza, investidas de una autoridad moral que iba más allá del saber técnico. Eran hombres —y en aquella época casi siempre lo eran— que conocían a sus pacientes no solo por su dolencia, sino por su historia familiar, sus dificultades económicas y hasta sus secretos. La consulta médica o la visita a la botica eran actos cargados de humanidad, donde la conversación, el consejo y la observación directa tenían tanto peso como el remedio prescrito.
Así, en la obra galdosiana, médicos y farmacéuticos aparecen como testigos privilegiados de una sociedad en transición: entre la tradición y la modernidad, entre el empirismo y la ciencia, entre la medicina artesanal y la industrial. Sus gestos, sus diagnósticos y sus frascos de remedios condensan un mundo que hoy nos parece lejano, pero que en su momento era el centro mismo de la lucha diaria por la salud y la supervivencia. Al leer a Galdós, uno percibe no solo el retrato de personajes, sino el homenaje implícito a un oficio ejercido con conocimiento, paciencia y un profundo sentido de servicio a los demás, valores que, a pesar del paso del tiempo, siguen siendo el alma de la medicina y la farmacia.