Entre los numerosos objetos que poblaban el imaginario de la caballería andante, Cervantes dejó constancia de uno especialmente llamativo: el agua de la virtud, esa redoma que, según decía el propio Don Quijote, bastaba para sanar cualquier herida o enfermedad con sólo unas gotas. El concepto, recogido por la tradición literaria y por viejos tratados, aparece ya teñido de un simbolismo que mezcla superstición, botánica, alquimia y un profundo deseo humano de dominio sobre la enfermedad.
El agua de la virtud, como recuerdan algunos relatos medievales, podía proceder incluso de un origen fantástico: aquella agua que surgía de las rocas tras los derrotes del unicornio, una sustancia purísima que las bestias legendarias destilaban con su protuberancia frontal. Ni san Isidoro ni otros sabios medievales dan cuenta directa de ella, aunque sí describieron minuciosamente al unicornio, sus propiedades y la forma de capturarlo. Cervantes menciona al caballero del Unicornio (I, 19) cuando Don Quijote se otorga el nombre de la Triste Figura; todo remite a un clima literario en el que lo prodigioso era parte natural del mundo.
Otros autores hablaban del agua de la vida, capaz de adentrarse en lo profundo de las grutas y allí, al estancarse, generar dragones, esas serpientes desmesuradas conocidas y descritas por san Isidoro. La frontera entre el mito y la terapéutica era entonces tenue: para los alquimistas, estas aguas conectaban con la quintaesencia, con las múltiples destilaciones de plantas, animales e incluso minerales que buscaban aislar el principio activo último de la naturaleza. Hoy evocan la fantasía de Cunqueiro o Borges, pero en su tiempo alimentaron verdaderas esperanzas.
El agua, por su parte, tenía desde antiguo un estatuto ambivalente: remedio contra fiebres y, a la vez, vehículo de males. Sólo en el siglo XIX se comprendería la transmisión hídrica de enfermedades, pero mucho antes abundaban los refranes que Sorapán de Rieros recogió en su Medicina española contenida en proverbios (1616): “El agua sin color, olor ni sabor / y hágala ver el sol”; “Agua que corre / nunca mal coge”; “Comida fría, bebida caliente / nunca hicieron buen vientre”. La sabiduría popular oscilaba entre la prudencia higiénica y la confianza casi ciega en su poder.
En el terreno de la alquimia y la superchería, la historia del agua de virtud encontró paralelos reales. A finales del siglo XVII surgió la polémica en torno a Luis Alderete y Soto, familiar de la Inquisición, que proclamó haber descubierto una panacea —una especie de “agua de vida”— y la vendió incluso en boticas. Sus defensores y detractores libraron una discusión salpicada de citas de Paracelso; parecía que no sólo Don Quijote perseguía curaciones imposibles. La querella continuó en la Ilustración: pese al impulso racional, hubo quien mantuvo la fe en un remedio único y universal, como el galeno Vicente Pérez, el llamado “médico del agua”, defendido paradójicamente por Feijoo por oponerse a los excesos galénicos y preferir terapias suaves.
A la luz de este recorrido, Don Quijote aparece como un precursor involuntario de las polémicas terapéuticas españolas: entre el deseo de un remedio absoluto y las limitaciones de la ciencia de su tiempo. Su redoma, mitad símbolo y mitad esperanza, refleja una constante humana que atraviesa los siglos.
Hoy, cuando resurgen discursos que prometen soluciones milagrosas y curaciones totales —ya vengan envueltas en pseudociencias, suplementos prodigiosos o modas virales— conviene releer estas viejas historias. El agua de la virtud nos recuerda que, en materia de salud, siempre ha existido la tentación de buscar lo absoluto. Pero también enseña que la verdadera virtud no está en una redoma milagrosa, sino en el criterio que nos permite distinguir entre fantasía y razón.