“No me despido de ustedes. Deseo solo combatir como un soldado las ideas”,
Fidel Castro.
Al salir de la habitación, encontré a Sonia llorando. Luis, su esposo, estaba sentado en el sofá, estático, en un estado de conmoción. Melisa, su hija, que iba para la escuela de medicina, tenía los ojos encharcados de lágrimas. Su hermano Alberto permanecía inexpresivo. Afuera, un sol penetraba la casa por las ventanas y un aire extraño se metía en el interior. Todo ese cuadro frenó en seco el entusiasmo que yo tenía esa tarde, 26 de noviembre de 2016.
Todos escuchaban las noticias en un viejo televisor que adornaba la sala de aquella casa. Dejé mi curiosidad y dirigí mi atención hacia lo que decía el locutor: “¡Fidel ha muerto!”.
En Cuba, Fidel Castro provoca una especie de sensación de culto. No es para menos, luego de seis décadas de mandato los habitantes de la isla se habían acostumbrado a él y a la sedición. Llegó al poder tras encabezar la Revolución cubana y luego de derrocar a Fulgencio Batista en 1959.
“El comandante ha muerto”, decían, y con él sus discursos con palomas posadas sobre sus hombros con las cuales hipnotizaba a una plaza atiborrada de gente. Fidel, el mismo que a pocas millas marítimas le opuso resistencia a Estados Unidos. No pude evitar mi asombro ni sumarme al momento de conmoción general. El tiempo parecía detenerse.
Luego, por televisión, Raúl Castro, el hermano de Fidel, anunció la noticia a Cuba y al mundo: “Ayer, a las 10:29 horas de la noche, falleció el comandante en jefe de la Revolución Cubana Fidel Alejandro Castro Ruz”.
Entré a mi habitación anonadado, me tumbé sobre la cama dejándome llevar por el impacto. Entonces, en medio del furor mediático, sentía la fugacidad de la vida, percibía con lucidez la verdad: todos vamos a morir. Fue entonces efímera la notoriedad del comandante, efímera también mi vida y la de los hombres. Él, como yo y como todos, era un simple mortal, no un dios. No dejaba de pensar en la brevedad que nos acompaña.
Rápidamente preparé mi mochila para ir a La Habana. Bajé las escaleras del edificio donde vivía, salí al parque, caminé hacia la cafetería de la esquina, me senté adentro en una de las mesas. Pedí un café. Tomé un taxi después y partí tan rápido como me fue posible. Llegué a la capital el domingo, doce horas después del suceso. Por las concurridas calles de La Habana todo estaba más silencioso de lo habitual. De los viejos balcones colgaban banderas con rojo, blanco y azul, y con una estrella solitaria y grande; carteles con expresiones de condolencia, fotos de Fidel. Aquella ciudad alegre y dicharachera parecía más detenida en el tiempo de lo habitual. El bullicio del gentío no se escuchaba, los cláxones de los autos no sonaban. La música alegre estaba triste y la bandera permanecía a media asta al otro lado de la bahía.
Me detuve en una esquina, compré el periódico. Cuatro palabras lo encabezaban: “Hasta La Victoria Siempre”. Pesaba la silenciosa ausencia de un hombre cuya relevancia para el pueblo cubano era indiscutible. La convulsión de lo que estaba sucediendo era tan grande que, al llegar a La Habana, lo mejor que podía hacer era descansar y prepararme para lo que estaba por venir.
Aquella mañana del veintiocho de noviembre salí temprano para acudir como un habanero más a honrar los restos del comandante. Tres larguísimas filas se habían formado en la Plaza de la Revolución, donde miles de ciudadanos esperaban pacientemente alrededor del memorial José Martí. Después de aguantar unas cuantas horas, apenas podía sostenerme de pie, y ante el extremo cansancio al que contribuyeron la exagerada cantidad de personas y el sol, pedí desesperado que me abrieran paso.
Un policía abrió la verja, entonces sucedió el milagro: me dejaron pasar junto a una anciana en silla de ruedas y otro hombre en muletas que apenas podían caminar. Recuerdo la voz del encargado de seguridad diciendo, mientras caminaba erguido: “No se aparten de mi lado, seguiremos hasta la sala donde podrán rendirle tributo”.
De repente me sorprendí al verme allí, con todas las dificultades que para mí significaba estar de pie, esperando para darle el último adiós a Fidel; casi sintiendo el mismo fervor que aquellos cubanos que lo admiraban. Yo, un español en Cuba, acelerado por la adrenalina de aquel momento, emocionado por ser parte de un hecho universal.
Nuestras vidas están llenas de secretos y dramas cotidianos que le van dando forma a nuestra propia historia, pero pocas veces tenemos la oportunidad de hacer parte de acontecimientos históricos que traspasan todas las fronteras. Fidel era Fidel: amado y odiado, respetado y temido, admirado y atacado; pero era Fidel, el comandante. Y mientras en Cuba lo lloraban, quizás en otras latitudes celebraban su partida. A mí eso en particular no me importaba. Yo simplemente estaba viviendo el momento crucial, sin tomar partido, como un buen viajero debe hacer. Como dice Facundo Cabral: “No soy de aquí, ni soy de allá”. Yo me siento como un ciudadano del mundo, no sigo colores ni ideologías ni efervescencias políticas. Sin embargo, influir notoriamente en la vida de millones de personas sólo le está deparado a algunos pocos, y ese destino siguió a Fidel.
Dentro del recinto ceremonial no estaba el féretro. Había un altar adornado con una corona de flores y una fotografía de Fidel Castro con su rifle colgado al hombro, su gorra y su mochila en la espalda, en la que se le veía de cuerpo entero, mirando al horizonte, ataviado con su icónico uniforme verde olivo. El altar estaba lleno de militares con uniforme de gala, que cuidaban celosamente la sala, en cuyo interior se respiraba un aire cargado de honor.
Fui uno de los cientos de miles que ese día le rindió homenaje a Fidel, el comandante. No tenía móvil, no pude captar aquel instante perpetuo, pero me llevé conmigo aquel día y lo guardé en lo más profundo de mis recuerdos.