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De lo erótico en poesía

El erotismo, al apuntar a un más allá que nos atrae y nos inquieta, se expresa bajo el signo de lo sagrado, cuya ambivalencia supone un encuentro simbólico, en el que la ausencia y la presencia entran en comunicación. Mientras en el mundo profano todo está descentrado, fuera de lugar, lo sagrado contiene un excedente de significación, que se identifica con el misterio en su doble aspecto tremendo y fascinante (“Ambos elementos, atrayente y retrayente, vienen a formar entre sí una extraña armonía de contraste”, dice Rudolf Otto en Lo santo). Quiere ello decir que esa presencia insólita y singular de lo “numinoso”, infiltrada en los ritos y cultos, participa de esa dependencia propia del sentido religioso, que nos invita a sentir la voz más profunda de la realidad. De ahí que los órficos vieran una relación esencial entre sexualidad y religión, pues detrás de cada acto sexual está el recuerdo de la cópula de la primera pareja, de la que se dice, en el Génesis (2, 24), “que formaban una sola carne”. Unión que reproduce, a su vez, la del matrimonio cósmico (hieros gamos), que suspende la ley de la dualidad y permanece latente en todo proceso creativo. La creación de Eva a partir de una costilla de Adán revela el mito del andrógino, mito de la restauración del origen perdido, según vemos en la imagen del ave Fénix o en la figura del hermafrodita en los Cantos de Maldoror, de Lautréamont, donde el sueño de la unidad primordial, mantenido por la cábala y la alquimia a lo largo de la tradición occidental, responde a un deseo de inmortalidad. Esa reunión de lo disperso, de la unidad en el origen, corresponde por naturaleza al eros.

En las religiones primitivas, llamadas “religiones de la maternidad o la naturaleza” para distinguirlas de las “religiones de la salvación o de la redención”, según la terminología utilizada por Walter Schubart en su estudio Religion und Eros (1966), la mujer aparece como objeto sagrado, en su actitud generadora y receptiva. La figura femenina, que se une al hombre en el acto sexual y lleva al niño dentro de sí, se convierte en forma de todo lo viviente, en medio de alumbrar ese fruto y darlo al mundo. Su receptividad activa está siempre del lado de la oscura diosa. Por eso, la mujer es la que aguarda y espera, la que dice la emoción de la ausencia (“Se sigue de ello que en todo hombre que dice la ausencia del otro, lo femenino se declara: este hombre que espera y que sufre, está milagrosamente feminizado”, escribe Barthes en Fragmentos de un discurso amoroso). Y si en el punto extremo de la espera lo erótico oscila entre el más acá de la necesidad y el más allá del deseo, esa alteridad femenina, en su búsqueda de lo que aún no es, resulta ajena a toda posesión (“Nada se aleja más del Eros que la posesión”, señala Lévinas en Totalidad e infinito), y, a nivel lingüístico, se muestra como recepción hospitalaria, como palabra de acogida, pues lo que distingue a la palabra poética es su poder de encarnación.

Desde el Cantar de los cantares, cuya intención original no es alegórica, pues la imaginería erótica revela la unión sexual de dos amantes jóvenes, hasta la aspiración revolucionaria de los surrealistas, para quienes el Eros es una transformación del mundo y del lenguaje, pasando por el Cántico espiritual de Juan de la Cruz, donde Amado y Amada se contemplan en una sola mirada, lo erótico, como forma de superar la separación entre el espíritu y la carne, se hace insustituible modo de decir. En este poema dramático, cuya acción discurre entre la ausencia (“¿Adónde te escondiste?”), y el deseo de curación (“¡Ay! ¿Quién podrá sanarme?”), la palabra se libera de las fuerzas rituales y habita en lo indeterminado (“en parte donde nadie parecía”), que es también el territorio de la escritura poética. Y si el lenguaje poético carece de vigor sin la fuerza seductora de lo erótico, que es equívoco por excelencia, es porque esa palabra, que se forma en la espera, es abierta y hospitalaria. Palabra ligada a la alteridad femenina, al recogimiento de la materia germinante, que es el espacio de la creación (“Quizá el supremo, el solo ejercicio radical del arte sea un ejercicio de retracción. Crear no es un acto de poder, poder y creación se niegan; es un acto de aceptación o reconocimiento. Crear lleva el signo de la feminidad. No es acto de penetración en la materia, sino pasión de ser penetrado por ella. Crear es generar un estado de disponibilidad, en el que la primera cosa creada es el vacío, un espacio vacío”, escribe José Ángel Valente en el primero de los “Cinco fragmentos para Antoni Tàpies”, de su libro Material memoria). La creación tiene lugar en la profundidad de lo femenino, cuya encarnación representa la experiencia orgánica frente a la explicación racional, el equilibrio de fuerzas que late en toda personalidad, la feminidad inconsciente del ánima en el hombre y la masculinidad inconsciente del animus en la mujer, según Jung ha señalado. Frente al proceso de diferenciación, que se da en la experiencia amorosa, lo que propone lo erótico es una visión de la realidad unitaria, un impulso interior hacia la armonía, que no conoce diferencia entre cuerpo y espíritu (“Se llega al amor divino por el amor carnal”, dice Bernardo de Claraval), y la creación del mundo se ve como el estallido de un acto erótico.

En la cosmogonía órfica, Eros, al ser anterior a la unión sexual, no tiene madre y representa la unidad originaria a la que aspira todo ser que está separado. De ahí que lo erótico habite en el ámbito de lo indistinto, donde todo se transforma y se renueva, y aparezca como el fondo matriz de la experiencia interior, en el que se forma la escritura y se pasa de la discontinuidad de la vida a la continuidad de la muerte, tránsito propio de la poesía (“La poesía conduce al mismo punto que cada forma del erotismo, a la indistinción, a la confusión de los objetos distintos”, sintetiza Bataille en El erotismo). De este modo, al ser lo erótico una manifestación de la vida interior, participa del juego entre la prohibición y la transgresión, de la ambigüedad en la desnudez, que compromete la totalidad del ser. En su apertura ilimitada, el erotismo, con su fusión de los opuestos, incita a franquear los límites de la afirmación y la negación, al despertar silencioso en la eternidad de la muerte, donde todo se esfuerza por durar. En la experiencia erótica, donde el tacto y el oído son tan reveladores, la palabra se muestra libre de ataduras y penetrada del temblor de los cuerpos, cuya unión es fruto de la interioridad. Y es que sólo como resultado de una profunda interiorización podría interpretarse la síntesis de eros y poesía.

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