Piedradura

Pombo y García Montero, la poesía en disputa

No deseo ser parte de las discusiones políticas que hoy agitan a la Academia de la Lengua ni participar en los dardos cruzados entre la dirección de Santiago Muñoz Machado y las críticas de Álvaro Pombo, ni siquiera del escopetazo más reciente disparado por Arturo Pérez-Reverte. No es ese mi territorio. Pero Luis es un amigo, un hermano en la palabra, un cómplice de esas batallas invisibles que libran los que todavía creen que la poesía puede ser un puente. Y Luis ha hecho precisamente eso: tender un puente entre su voz y este país del Caribe, construir con sus versos una casa donde caben nuestras preguntas, nuestras nostalgias, nuestras maneras de entender el mundo. Callar ahora, mientras los rifleros de la retórica disparan desde sus trincheras de soberbia, sería un acto de deshonestidad intelectual, de esos silencios que pesan en el pecho como una piedra invisible.

Hay ataques que no se lanzan con la espada sino con la ironía, y hay defensas que no necesitan escudos sino ternura. El de Álvaro Pombo pertenece a la primera categoría: un disparo envuelto en superioridad estética, pronunciado con la suficiencia del que se cree guardián del canon. En su discurso, la poesía digna sería aquella que truena desde las alturas, que se complace en lo áspero y lo incomprensible, que se reviste de hermetismo como si el misterio fuera sinónimo de profundidad. Pero quienes amamos la poesía sabemos que también puede ser como el agua: silenciosa y paciente, capaz de transformar sin gritar, de abrir caminos sin hacer ruido. No es necesario ocupar un pedestal para decir la verdad.

Luis García Montero no pretende ser un poeta de las alturas, porque ha entendido que el suelo es igualmente sagrado. Su poesía no se alimenta de visiones grandiosas ni de gestos titánicos; nace de la respiración diaria, de los trenes que parten y los que no regresan, de las cartas que nunca llegan, de los gestos humildes que no salvan, pero acompañan. Ha elegido el camino más difícil y a la vez más noble: el de decir las cosas pequeñas con palabras limpias. En un tiempo en que muchos confunden la complejidad con la profundidad, esa elección no es debilidad sino valentía. Acusarlo de escribir poesía “blanda” es como reprochar al viento su suavidad, olvidando que incluso lo leve puede levantar la arena, arrancar techos y moldear montañas.

En un mundo donde la estridencia se ha vuelto norma, el hecho de que alguien hable en voz baja y aun así sea escuchado por generaciones no es un defecto: es un milagro. ¿Qué entiende Pombo por poesía “dura”? ¿Esa que se escuda en la dificultad para ocultar su vacío? ¿Esa que confunde oscuridad con hondura, artificio con emoción? Que no lo engañe la retórica: la verdadera poesía no necesita disfrazarse de enigma para conmover. García Montero no alza la voz, pero su palabra atraviesa. No exhibe su dolor, pero lo deja ardiendo en cada verso como una brasa que no se apaga. No hay que ser cruel con la sintaxis para ser honesto con el mundo.

La experiencia que Luis canta no es la del héroe clásico ni la del rebelde de postal; es la del hombre que llega a casa con las manos vacías y aún así ofrece el pan. Es la del amante que sabe que no volverán a llamarlo, pero escribe igual un poema. Es la del profesor que enseña no por dinero ni por gloria, sino por fidelidad a la palabra. Pombo lo llama “burócrata”, como si trabajar en una institución cultural fuese una mancha. Olvida que Eliot trabajó en un banco, Pessoa en oficinas mercantiles y Vallejo fue periodista. El poeta no deja de serlo por tener un sueldo: deja de serlo cuando pierde la pasión. Y a Luis, si algo le sobra, es precisamente eso.

Pombo desprecia la poesía de la experiencia como si nombrar lo cotidiano fuera claudicar, como si los detalles de la vida no fueran también los grandes temas del alma. Pero la poesía no es una carrera de altura sino una prueba de profundidad. Puede que García Montero no hable de imperios ni de abismos, pero habla del tiempo, del amor, de la pérdida, de ese temblor sutil que atraviesa los días cuando se sabe que lo vivido no volverá. Ese temblor —discreto, humano, inconfundible— es el que lo ha convertido en un poeta necesario.

A Pombo le inquieta el dinero, las subvenciones, los sueldos, como si el hecho de que alguien cobre por trabajar en cultura anulara su integridad. Pero la pregunta fundamental no es quién paga la poesía, sino quién la escucha. Y Luis ha sido escuchado por quienes no frecuentan cócteles literarios ni leen suplementos culturales, por quienes no tienen bibliotecas de mármol sino cuadernos donde anotan las frases que los salvan. Su poesía ha sido refugio, espejo, mano tendida. En un mundo que excluye, que violenta, que miente, Luis ha ofrecido consuelo sin renunciar a la lucidez. Ha escrito desde una trinchera doméstica, sí, pero también desde una herida que no presume de metafísica, aunque nunca deja de sangrar.

Ese gesto —el de decir lo íntimo sin impostura, el de nombrar lo frágil sin cursilería— es, hoy, una forma de resistencia. Pombo no lo comprende porque confunde emoción con debilidad, ternura con complacencia, cercanía con mediocridad. Pero hay que recordarle que los poetas que permanecen no son los que gritaban desde el púlpito, sino los que susurraban desde la mesa. Machado, Gil de Biedma, Ángel González: todos sabían que la verdad no necesita disfraz. García Montero también lo sabe. Y por eso no necesita hablar de la ruina ajena: le basta con decir su propia verdad.

“puede encontrar un día completamente viernes”, escribe, y en esa frase cabe una vida entera. Pombo dice que es un poeta menor. Pero si lo menor es conmover sin aspavientos, entonces la poesía menor es la más grande. Si lo menor es escribir desde el amor y no desde la amargura, desde la claridad y no desde la soberbia, desde el presente y no desde el museo, entonces necesitamos muchos más poetas menores. Porque estamos cansados de aquellos que solo se hablan a sí mismos, que convierten el lenguaje en jeroglífico, que confunden el misterio con el desdén.

A veces basta un solo verso bien dicho para iluminar una existencia. La poesía de la experiencia no pide permiso: no quiere tronos ni pretende derribar estatuas. Solo quiere estar, acompañar, decir. Luis lo ha hecho. Por eso sus versos están en tantas casas, en tantas memorias, en tantos silencios compartidos. No todos los poetas deben ser místicos o revolucionarios: algunos deben ser simplemente humanos. Y en este tiempo, ser humano es lo más valiente que puede ser un poeta.

Luis García Montero no necesita defensa. Su obra, su vida, su coherencia ya lo han defendido bastante. Pero cuando se le acusa de escribir “poesía blanda”, conviene recordar que lo blando es también lo que acoge, lo que abraza, lo que resiste sin herir. La piedra hiere, sí, pero es el agua la que perfora. Y Luis ha perforado el alma de miles sin levantar la voz. Eso, señor Pombo, no se llama blandura. Se llama dignidad.

Demuéstreme que estoy equivocado…