Lo lógico es pensar que un premio de lotería traiga alegría y felicidad, pero parece que en ocasiones pueden sacar a la superficie lo que ya estaba ahí, agazapado. Es el caso de Villamanín, un pequeño municipio de montaña en la provincia de León, donde el Gordo de Navidad no solo repartió dinero: repartió un espejo. Y no a todos les ha gustado lo que han visto reflejado.
Los hechos son por todos conocidos. Un grupo de jóvenes de la comisión de fiestas llevó hasta el pueblo un número premiado. Lo vendieron como es costumbre y se ha hecho en tantos lugares de España: con ilusión, con cercanía, sin estructura profesional ni respaldo administrativo ni ayuda de nadie. En ese proceso hubo un error. Un fallo humano de uno de los jóvenes de la comisión en la gestión de las papeletas que provocó un descuadre real y serio: no todo lo vendido estaba correctamente consignado. El problema no es menor y exige una solución responsable... y solidaridad.
Hasta ahí, nada extraordinario. Lo extraordinario vino después.
En lugar de sentarse, hablar, dialogar y repartir entre todos lo ganado como buenos vecinos —como dicta el más elemental sentido común—, parte del pueblo optó por otro camino: el de la exigencia íntegra, el del reproche, el de la sospecha. El premio dejó de ser una alegría compartida para convertirse en un conflicto. Y los señalados no fueron otros que quienes habían hecho posible que el número llegara al pueblo: los chavales que organizan las fiestas, que mueven actividades durante todo el año, que regresan siempre que pueden desde fuera para que el municipio no se apague.
Conviene decirlo con claridad: el error existió y debe asumirse. Pero lo que resulta moralmente inquietante no es el fallo, sino la reacción. La rapidez con la que algunos pasaron del “¿cómo lo arreglamos?” al “yo no pierdo nada”. La facilidad con la que se sustituyó la idea de comunidad por la de reclamación. Como si un pueblo fuera una ventanilla y no un nosotros.
Lo más revelador —y también lo más incómodo— fue el gesto de la comisión de fiestas. Ante la presión, ante el ruido, ante la posibilidad de que el conflicto se enquistara, los jóvenes ofrecieron lo impensable: renunciar a la parte del premio que les correspondía, más de dos millones de euros, para que el resto pudiera cobrar. Pusieron su dinero sobre la mesa sumiendo entre todos el fallo de uno y preservar así un ambiente de convivencia entre vecinos.
Detengámonos un instante en esto. ¿En qué momento aceptamos como razonable que quienes han trabajado desinteresadamente durante años tengan que inmolarse económicamente para apaciguar la ira ajena? ¿Qué clase de adultos permiten —aunque sea como hipótesis— que los más jóvenes carguen con todo el peso mientras el resto mira y exige?
La solución lógica es otra: repartir el daño. Que cada agraciado ceda una pequeña parte para que nadie se quedara fuera. Exactamente lo que se podía haber hecho desde el primer día. Exactamente lo que evita humillaciones, resentimientos y fracturas difíciles de cerrar. Exactamente lo que hacen las comunidades maduras. Pero todavía hay quienes son reticentes y prefieren repartir el premio con abogados y procuradores que con sus propios vecinos.
Pero el daño moral ya esta hecho.
Porque lo que queda de esta historia no es solo un descuadre de papeletas, sino una pregunta incómoda: ¿qué nos está pasando cuando el dinero entra en juego? ¿En qué punto confundimos justicia con rigidez, derechos con insolidaridad, y comunidad con suma de intereses individuales?
Villamanín es conocido por su restaurante de carretera camino de Asturias, por esa hospitalidad que forma parte del imaginario de la montaña leonesa: mesa generosa, conversación fácil, trato humano. Resulta paradójico que haya faltado precisamente eso cuando más se necesitaba: sentarse, hablar y poner las cosas en su sitio.
Hay algo especialmente mezquino en la sospecha automática, en la insinuación de que unos jóvenes se “quedan” con dinero, en la idea de que todo gesto altruista esconde una trampa. No solo es injusto; es suicida. Los pueblos que tratan así a quienes se implican terminan lamentando lo inevitable: que nadie quiera organizar nada, que no haya fiestas, que no haya relevo, que la vida comunitaria se apague por puro miedo al señalamiento.
Y, sin embargo, esta historia también deja una luz encendida.
Porque ese grupo de jóvenes —unidos pese al error, dando la cara, asumiendo responsabilidades, ofreciendo incluso su propio premio— representa algo que muchos mayores parecen haber olvidado: que vivir en común implica renunciar a veces a una parte para salvar el todo. Que la dignidad no está en exigir hasta el último euro, sino en saber cuándo ceder. Que el dinero cae del bombo, pero el pueblo se construye —o se destruye— cada día.
El verdadero escándalo no es que hubiera un error. El verdadero escándalo es que hiciera falta tanta presión para llegar a la única solución sensata. Y la verdadera esperanza no está en el premio, sino en quienes entendieron que había algo más importante que el dinero.
En Villamanín, el Gordo ha dejado una lección clara. La pregunta es quién ha querido aprenderla.