La Receta

La trampa verde: lo ‘eco’ no siempre es salud

Hay una nueva religión en el mundo, y no lleva sotana ni incienso: viste de verde, presume de “eco” y se arrodilla ante la diosa Agenda 2030. Sus fieles se autoproclaman defensores de lo natural, lo orgánico y lo sostenible, y te miran por encima del hombro si te atreves a comer un buen jamón ibérico o un bocadillo de calamares fritos. Eso sí: luego llenan su carrito con barritas veganas ultraprocesadas, leches vegetales con más aditivos que un laboratorio y hamburguesas vegetales que saben a plastilina. ¡Y todavía se atreven a darnos lecciones!

Esta nueva casta verde-woke —una especie de moderna Inquisición— ha convertido la defensa de lo ecológico en un dogma que amenaza la libertad más básica: la de vivir y comer como a uno le dé la gana. Para ellos, todo lo que no lleve el sello eco-bio-gluten free es pecado mortal. Y quien ose levantar la voz es un hereje digno de hoguera virtual en redes sociales.

Las modas, en la comida y en las ideas, no son nuevas. En el París de Balzac hubo furor por beber vinagre para estar pálido y demacrado, porque así se podía parecer tuberculoso y romántico. Incluso las damas consumían belladona que produce ampliación de la pupila para parecer más dulces y decaídas imitando a la ‘dama de las camelias’.

Ahora se ha puesto de moda la Kombucha es una bebida fermentada que se prepara con té (negro o verde), azúcar y algo llamado “SCOBY”, siglas en inglés de Symbiotic Culture Of Bacteria and Yeast - cultivo simbiótico de bacterias y levaduras-. Dicho en cristiano: un disco gelatinoso de aspecto viscoso y repulsivo, que nada en un líquido de aspecto amarillento. Pero no es nuevo, también estuvo de moda hace muchos años en España y que quienes nacimos en la posguerra lo recordamos como ‘el hongo del té’. 

Sus defensores proclaman que es buenísima para la salud: que ayuda a la digestión, que refuerza el sistema inmune, que desintoxica… aunque, la verdad, no hay evidencia científica sólida que respalde todos esos beneficios. Puede ser una bebida refrescante y con cierto interés probiótico, pero no es un elixir mágico y, por otro lado, no está exenta de riesgos: en fermentaciones caseras mal hechas, pueden crecer bacterias nocivas o producirse demasiado alcohol o ácidos, lo que podría resultar perjudicial.

Nos quieren vender que lo “natural” y lo “eco” es lo moderno y lo saludable, pero ¿dónde están las pruebas? No hay nada que demuestre que toda esta alimentación woke sea más sana que nuestra dieta mediterránea de toda la vida. Es más: cada vez vemos más médicos jóvenes —imbuidos de esta corriente verde— que prohíben hasta una sola copa de vino, y que cargan la mano en las estatinas para combatir un colesterol de menos de 150, generándoles a los pacientes más efectos secundarios - dolores musculares, entre otros - que salud. Y los pacientes, pobres, se fían, pensando que lo “eco” es garantía de salud, cuando muchas veces se trata de puro marketing verde.

Lo verdaderamente natural y sostenible lleva siglos en nuestras mesas. Se llama dieta mediterránea: tomates, aceite de oliva, pescado fresco, embutidos artesanos, pan de horno, vino, quesos curados… Productos de la tierra, de agricultores y ganaderos que viven del campo y que no necesitan etiquetas verdes ni planes quinquenales de Bruselas para saber que cuidar el medio ambiente es, sencillamente, sentido común.

Se sabe desde hace años que, en el jamón ibérico, las grasas se transforman en ácido oleico, como el del aceite de oliva, con capacidad de reducir el colesterol y el vino tinto contiene resveratroles con actividades antioxidantes, cardioprotectoras y antiinflamatorias, a las que se atribuye la llamada “paradoja francesa”, donde ingestas moderadas de vino parecían asociarse a menor riesgo cardiovascular. 

La Agenda 2030, tan aceptada sin rechistar por políticos y gurús, se ha convertido en el salvoconducto moral de esta inquisición verde. Y quien ose cuestionarla, aunque sea un poco, es tachado de retrógrado, contaminador y, por supuesto, facha. Sin embargo, la libertad no se negocia. Ni la gastronómica, ni la de pensamiento, ni la de medicina. 

Hay que negarse a vivir en un mundo donde tenga que pedir perdón por disfrutar de un chuletón, brindar con Rioja o freír unas croquetas en aceite de oliva. Me gusta decir que no todo lo “eco” es bueno, que detrás de muchas etiquetas verdes hay puro negocio, y que la sostenibilidad empieza por el sentido común, no por el dogma woke. Ahora, si usted piensa lo contrario, no pienso oponerme a su libertad, como algunos de los suyos lo hacen con la mía.