Como en tantas cosas en la vida, lo visible de la puesta en escena sería sencillamente imposible, sin esa gran realidad oculta que necesita para poder emerger. Dándose la fatalidad de que lo oculto vive por sí mismo, aun cuando parece que el fracaso le ahoga todo brillo; y lo superficial se queda en la nada, cuando no está enraizado en una sólida brega, amparada en una constante búsqueda de hacerse a sí mismo. Para parecer lo que es, y ser lo que se parece.
Por eso el toro: el torero, el ganadero, el taurino, el aficionado y simple espectador necesitamos del invierno, como del pan de cada día. Inviernos taurinos en los que se pone en marcha la máquina de la temporada, los ganaderos colocan sus camadas, los taurinos hacen lo propio con sus toreros en las ferias, los toreros se preparan con empeño para compromisos futuros, ya comprometidos en temporadas hechas o al pairo de aprovechar las oportunidades que lleguen; la vez que se componen o recomponen las cuadrillas.
Pero es el medio rural el que bulle de una manera especial; no hay pueblo que tenga cerca una o varias ganaderías bravas, que no viva el “runrún” de un torero ha ido a tentar o que veedor ha reseñado toros para tal empresa, o que comisión- francesa, sobre todo- ha comprometido un festejo para su feria. Es el propio mundillo, el que genera y consolida, que bares de pueblo y mesones de carretera, con la nostalgia de los desaparecidos, donde se organiza una tertulia taurina de forma esporádica, donde la afición taurina bulle con desenfado. Y nos abrimos, con máxima gratuidad, a un universo, que nos llena de vida, cuando mayorales o vaqueros, despliegan su sabiduría con palabras y silencios. Por que en el campo, el silencio no puede faltar. Un silencio, del que se alimenta de forma especial el profesional; pues matadores, novilleros, banderilleros, mozos de Espadas y hasta apoderados necesitan del sosiego del campo para afrontar la vorágine de las temporadas taurinas. Un silencio necesario para el espectador o aficionado, si quiere enterarse de lo que ve en las plazas, y poder juzgarlo y -sobre todo- saborearlo. Un silencio que ofrecen los inviernos, que cada año llegan a nuestro campo bravo, y que fecundan y hacen posible y verdadera la sonoridad de la fiesta.