España necesita aprender a convivir con la diferencia, no sólo a pactar políticamente.
España acostumbra a mirar la Transición como un momento fundacional. El salto de la dictadura a la democracia gracias al consenso entre adversarios. Medio siglo después, ese logro político se ve incompleto. Hemos aprendido a convivir bajo un mismo marco legal pero no a reconocernos como parte de una comunidad moral.
La Transición fue un triunfo de la inteligencia política. Se negoció y se avanzó sin romper la estabilidad. Pero aquel pacto fue funcional, no afectivo. Se evitó el conflicto, pero también la comprensión mutua. La amnistía política y el pacto del olvido garantizaron orden, pero aplazaron la empatía. Aprendimos a tolerar, pero no a ver al otro.
Hoy, esa ausencia de reconocimiento se refleja en una España polarizada. La diferencia se percibe como amenaza. Se desconfía del que piensa distinto, del que habla otra lengua, del que profesa otra creencia. La arquitectura institucional resiste, pero los vínculos simbólicos que la sostienen se han erosionado. Donde antes hubo miedo a hablar, hoy hay gritos cruzados y, sin embargo, el resultado es el mismo: la imposibilidad de escucharnos.
El viejo consenso del 78 ha sido sustituido por un clima de hostilidad permanente. El desacuerdo, que debería ser el pulso vital de toda democracia, se ha transformado en una guerra de trincheras. Ya no discutimos ideas, sino que nos aherrojamos identidades como argumentos y la política se ha convertido en una máquina de fabricar enemigos atrapada en esa lógica de enfrentamiento. La diferencia ha dejado de ser pluralidad para constituirse en frontera, amplificándose la distancia a través de medios de comunicación y redes sociales que ahondan en la discordia. El resultado es un sistema democrático aparentemente estable en lo formal, pero frágil en lo sustancial.
Reconocer al distinto no significa diluir las discrepancias. Significa entender que el otro no es mi enemigo, si no complementario. Cada identidad completa lo que yo no soy y obliga a revisar mis certezas. El reconocimiento no elimina el conflicto, lo humaniza.
De ahí surge la necesidad de una segunda transición, cultural más que institucional. La primera nos dio libertad de expresión y elecciones. La segunda debería enseñarnos a escuchar y convivir. La educación cívica, unos medios responsables que canalicen desde el respeto las opiniones divergentes y un liderazgo fuerte que fomente la empatía, son fundamentales para construirla. Solo así España podrá superar la dinámica casi moral del enfrentamiento permanente y convertir la pluralidad en fuerza, no en frontera.
La Transición nos dio una democracia, pero no nos enseñó a ser demócratas. Aprender a reconocernos en la diferencia, en el desacuerdo y en la fragilidad compartida es la verdadera tarea pendiente. Solo entonces España completará la transición que quedó inconclusa; la que transforma ciudadanos en comunidad.