La receta

Sanidad y pobreza: la lección europea

Desde tiempos antiguos, la enfermedad ha sido una de las principales vías hacia la pobreza. Un campesino medieval que enfermaba quedaba imposibilitado para trabajar y, con ello, arrastraba a toda su familia a la miseria. A pesar de los avances científicos y sociales, la realidad de la relación entre salud y economía sigue siendo evidente: cuando la enfermedad se convierte en una carga financiera insoportable, la pobreza se multiplica.

En este punto, la comparación entre Estados Unidos y Europa resulta reveladora. En el país norteamericano, la carencia de un sistema sanitario universal hace que una enfermedad grave pueda ser sinónimo de ruina personal. Millones de ciudadanos viven con el temor de que un diagnóstico inesperado les obligue a hipotecar sus bienes o endeudarse de por vida. El acceso a la salud depende, en gran medida, del nivel de ingresos o de la capacidad de contratar seguros privados.

Europa, por el contrario, ha construido durante décadas un modelo distinto, cuyo eje es la convicción de que la asistencia sanitaria no puede quedar en manos del azar económico. Como recuerda el reciente informe de la Comisión Europea The role of healthcare in reducing inequalities and poverty in the EU (2025), la sanidad pública financiada con recursos colectivos actúa como una transferencia social en especie que reduce desigualdades y evita que millones de ciudadanos caigan en la pobreza. Se estima que en numerosos Estados miembros el impacto redistributivo de la sanidad pública supera incluso al de las transferencias en dinero, como las ayudas familiares o de desempleo.

Eso no significa que en Europa no existan retos. El informe comunitario alerta de problemas como los pagos directos que todavía afrontan los pacientes en algunos países —copagos, gastos en odontología o productos sanitarios—, que pueden convertirse en barreras de acceso. También señala la presión financiera que supone el envejecimiento de la población y la necesidad de garantizar la sostenibilidad de los sistemas sanitarios en el futuro. Pero incluso con estas tensiones, el modelo europeo ofrece un colchón que protege frente al empobrecimiento derivado de la enfermedad.

Un aspecto interesante, que suele olvidarse, es el papel de la sanidad privada en Europa. A diferencia de lo que ocurre en EE.UU., donde lo privado sustituye a lo público, en la Unión Europea lo privado complementa y enriquece el sistema. La existencia de una sanidad pública fuerte obliga a la privada a competir en calidad y precio, lo que hace sus servicios mucho más accesibles a la población. El ciudadano europeo que opta por recurrir a clínicas privadas lo hace en un entorno de equilibrio, donde la elección responde a la conveniencia y no a la desesperación.

El caso de los medicamentos es un ejemplo paradigmático. En Estados Unidos, el coste de un tratamiento farmacológico puede ser inasumible para familias enteras. En Europa, en cambio, el marco regulador y los sistemas de financiación pública hacen posible que los fármacos esenciales, y en la práctica todos, sean accesibles a todos los ciudadanos. La intervención de los sistemas nacionales de salud, negociando precios y garantizando la cobertura, evita que el paciente se vea obligado a elegir entre curarse o arruinarse. Esto convierte al medicamento, uno de los pilares de la medicina moderna, en un bien socialmente garantizado.

La Unión Europea todavía tiene que mejorar, no conviene caer en la complacencia. Y la mejora tiene que venir de la equidad en el acceso, reducir desigualdades entre países y territorios y reforzar la preparación frente a crisis sanitarias como la vivida con la pandemia de Covid-19. Pero el balance general es inequívoco: la sanidad europea no solo salva vidas, también protege patrimonios, impide que la enfermedad se convierta en una condena económica y preserva la cohesión social de las naciones.

Frente a un modelo que convierte la enfermedad en una trampa de pobreza, el modelo europeo demuestra que es posible organizar la vida colectiva de modo que la salud deje de ser un factor de exclusión y se convierta en un bien esencial que compartimos todos.

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