Hablar de la política farmacéutica bajo el franquismo es adentrarse en un periodo donde las farmacias, la industria y la distribución farmacéutica se vieron atrapadas en un constante antagonismo entre dos mundos: la sanidad oficial, representada por la Dirección General de Sanidad del Ministerio de la Gobernación, y la creciente influencia de la Seguridad Social, que poco a poco empezó a imponer condiciones económicas profundamente lesivas para el ejercicio profesional y empresarial del sector. El primer gran hito fue el Seguro Obligatorio de Enfermedad, aprobado en 1942 y desarrollado en 1944, que por primera vez introdujo prestaciones médicas y farmacéuticas ligadas al ámbito laboral y gestionadas desde el Ministerio de Trabajo, iniciando una duplicidad que marcaría toda la etapa franquista. Esa normativa, aún limitada, vino ya cargada de amenazas para un sector que vivía esencialmente del margen comercial y de la venta al público. Más adelante, la Ley de Bases de la Seguridad Social de 1963 y su desarrollo legislativo profundizaron esa intervención, ampliando las prestaciones y multiplicando los mecanismos de control, lo que ahondó el antagonismo entre la sanidad oficial y la sanidad laboral.
El franquismo, aunque se presentó siempre como un régimen autoritario y disciplinado, mostraba a veces fisuras internas profundas. Sus protagonistas, lejos de formar un bloque uniforme, exhibían discrepancias notables que solo se resolvían en el círculo más próximo a Franco, verdadero árbitro de las tensiones políticas y económicas.
Industria farmacéutica: autarquía y control
La industria farmacéutica española, al inicio del franquismo, se encontraba sometida a una férrea política de autarquía. Fue incluida en la clasificación de industrias que produzcan artículos necesarios para la subsistencia de la nación, lo que implicaba fuertes restricciones y una dependencia directa del Sindicato Nacional de Industrias Químicas, organismo encargado de coordinar y controlar sus aspectos económicos y comerciales. Esta tutela sindical afectaba a precios, márgenes y producción, en un contexto donde el Estado perseguía la autosuficiencia industrial, desconfiando de la inversión y la tecnología extranjera.
Dos peculiaridades marcaron a los laboratorios durante todo el franquismo. La primera, que sus accionistas no podían ser médicos, lo que se garantizaba mediante la obligación de que sus acciones fuesen nominativas. La segunda gran limitación era que las empresas extranjeras no podían superar el 50% del capital social en laboratorios españoles, restricción que frenó la implantación directa de multinacionales en nuestro país durante décadas.
Aun así, el régimen fue consciente de la necesidad de producir medicamentos estratégicos, sobre todo antibióticos. El caso más paradigmático fue la penicilina, para cuya fabricación el Estado autorizó inicialmente solo a dos empresas: Antibióticos S.A., creada específicamente con iniciativa privada, y la Compañía Española de Penicilina y Antibióticos (CEPA). Con el paso de los años, y ante las crecientes necesidades sanitarias, el régimen fue flexibilizando estas limitaciones, permitiendo la entrada de otras compañías en la producción de antibióticos.
En el caso de la industria farmacéutica, la Seguridad Social impuso un sistema de conciertos que, aunque en teoría aceptaba la oferta de todos los medicamentos registrados, en la práctica establecía descuentos obligatorios y férreos controles en las adquisiciones hospitalarias.
Distribución farmacéutica: cooperativas bajo control
La distribución farmacéutica tampoco escapó a la lógica intervencionista del régimen. Desde los primeros años del franquismo se fomentó la creación de cooperativas de distribución entre farmacéuticos, consideradas una fórmula para garantizar el abastecimiento en todo el territorio nacional y mantener un cierto equilibrio entre grandes laboratorios y farmacias independientes.
Además, las restricciones de todo tipo dificultaron la existencia de distribuidores privados independientes de gran escala, consolidando un modelo muy vinculado al propio colectivo farmacéutico. Esta situación se mantuvo durante décadas.
Los farmacéuticos: la parte más débil
En medio de este complicado engranaje se encontraban los farmacéuticos, profesionales que recibían, por así decirlo, palos de todos lados. Por un lado, la Seguridad Social imponía conciertos con condiciones leoninas, estableciendo precios bajos, descuentos, demoras en los pagos y estrictos controles administrativos. Por otro lado, la sanidad oficial del Ministerio de la Gobernación fue introduciendo medidas igualmente gravosas, como la creación en 1964 de un sistema de márgenes decrecientes (conocido como R-64), que hacía que el beneficio del farmacéutico disminuyera progresivamente en función del precio del medicamento dispensado.
La defensa corporativa de los farmacéuticos resultó la mayoría de las veces ilusoria. El Consejo General de Colegios de Farmacéuticos, teóricamente órgano de representación y defensa de la profesión, se mostraba en la práctica completamente dócil ante el poder político. No podía ser de otro modo, pues muchos de sus principales representantes ocupaban simultáneamente cargos como procuradores en las Cortes franquistas, lo que condicionaba gravemente su independencia y su capacidad de enfrentamiento al Gobierno. A lo más que llegaban era a expresar tímidas quejas en los órganos de comunicación profesional, sin conseguir alterar la deriva impuesta por la Administración.
La llegada de la democracia en 1978 no trajo, pese a las esperanzas iniciales, un cambio sustancial en este terreno. Es cierto que se eliminaron los márgenes escalonados instaurados en 1964, pero la codicia recaudatoria de la Seguridad Social primero, y del Sistema Nacional de Salud después, se mantuvo inalterable. Así, la profesión farmacéutica ha continuado siendo, más allá de los cambios políticos, una suerte de “caja de resistencia” a la que los poderes públicos recurren una y otra vez para financiar un sistema sanitario cada vez más voraz, lo que convierte el ejercicio profesional y empresarial en una labor donde el margen económico y la vocación sanitaria siguen obligados a convivir bajo la estrecha vigilancia del Estado. Y la labor de sus representantes no ha mejorado mucho en su función reivindicativa al no permitir que las cuestiones económicas, se defiendan por patronales y sindicatos, como ocurre en el resto de Europa.