Partiendo de la naturaleza de su propia denominación, para evocar la historia de la plaza de Santa Bárbara, de Madrid, posiblemente sea oportuno utilizar sonidos como el del trueno, la algarabía de una feria, el canto de las monjas que hablan con Dios, el chillido de los cerdos instantes antes de ser degollados, los lamentos de los penados en una lúgubre prisión, el ruido inclasificable de los que consumen cervezas y gambas con despreocupación y, quizá, el sonido del dinero sobre el que no existe acuerdo sobre su tono. Todos ellos están presentes allí para un hipotético viaje en el tiempo.
En el plano de la Villa de Madrid de Antonio Marceli de 1622, y en el plano de Pedro de Texeira de 1656, ya figura el espacio de esta plaza sin nombrarla, al final de la cuesta del camino de Hortaleza, en el extremo norte y más elevado de la localidad, en el que la Cerca de Felipe IV, construida a partir de 1625, situó un portillo que tomó el mismo nombre del convento de los mercedarios descalzos que dominaba el lugar y estaba dedicado a la advocación de Santa Bárbara.

El convento había comenzado a construirse en 1606, sobre una ermita que los tratantes del mercadillo de la plaza habían dedicado a Santa Barbara a la que guardaban gran devoción. Una santa y mártir del siglo III, de Nicomedia (actual Turquía), decapitada por su propio padre por no querer adjurar de su fe cristiana. Como castigo divino, cuenta la tradición, el padre fue seguidamente fulminado por un rayo. El historiador Antonio Capmany (1742-1813) señala que el día de la santa se hacía junto a la ermita una gran fiesta y una feria extraordinaria.
A lo largo del siglo XVII el convento de Santa Bárbara acogió los restos de la Beata María Ana de Jesús, fallecida en 1624 y considerada una de las santas copatronas de Madrid. Tras la desaparición del convento en 1836, por la desamortización eclesiástica del Gobierno liberal de Mendizabal, el cuerpo de la beata fue trasladado al convento de las Madres Mercedarias de la calle Puebla, en el barrio de Malasaña. El convento de Santa Barbara fue demolido y albergó la fábrica de fundición de José Bonaplata. A su muerte, en 1861, la viuda vendió el terreno sobre el que se trazó la calle de Orellana y partes de las de Campoamor y Argensola.

Durante el reinado de Carlos III, la Junta de Abastos de Madrid construyó en la plaza de Santa Bárbara un matadero de cerdos y saladero de tocino, diseñado en 1768 por el arquitecto Ventura Rodríguez. El jurisconsulto, varias veces diputado y senador Francisco Lastres y Juiz (1848-1918) en un memorándum dirigido a Manuel Silvela en 1877, a la sazón ministro de Estado, aporta numerosos datos sobre el matadero y después cárcel de Saladero. Así, comienza explicando, que a principios del siglo XVIII el solar sobre el que se construyó pertenecía a Ruiz Díaz Ángel, arrendador de los almojarifazgos (derechos a aduana) de Sevilla, y que por quiebra se incautó del solar la Real Hacienda. Tras varias vicisitudes se hizo con el mismo la Junta de Abastos de Madrid por 84.375 reales y que la obra, aun diseñada por Ventura Rodríguez, fue ejecutada por el teniente-arquitecto Juan Durán.
La función de matadero de cerdos no duró muchos años. En 1833 se declaró una epidemia de tifus en la Cárcel de la Villa, ubicada en el Palacio de Santa Cruz hoy sede del Ministerio de Asuntos Exteriores, y los presos fueron trasladados, con carácter provisional -dijeron-, al matadero de Saladero que pasó a denominarse Cárcel de Saladero. Desde esa fecha y hasta 1884 en que fue clausurada y los penados trasladados a la llamada Cárcel Modelo de Madrid, construida en el solar que ahora ocupa en la Moncloa el Cuartel General del Ejército del Aire, que quedó destruida tras la Guerra Civil (1936-1939). Tanto el propio Francisco Lastres, como otros autores como Pascual Madoz, Patricio Cuesta y Antonio Guerona, describen con detalle lo inadecuado de las instalaciones de la Cárcel del Saladero, las condiciones inhumanas y antihigiénicas de un establecimiento que llegó a ser el único presidio de Madrid y albergar a 800 reclusos cuando no había espacio para más de 150, la corrupción de sus guardianes y las diferencias de trato que otorgaban en función de las propinas, las continuas fugas, la elaboración de planes criminales desde sus instalaciones, y la mezcla de niños y jóvenes de entre 9 y 18 años, llamados allí “micos”, encerrados por delitos nimios, que convivían con delincuentes y asesinos de la peor calaña, convirtiendo los patios de la cárcel en una escuela de fechorías.

Tras su cierre, la cárcel fue derribada y en el terreno se construyó el palacio de los Condes de Guevara, que en el último medio siglo ha pasado a ser sede de instituciones financieras, en estos momentos de OpenBank, filial del Baco de Santander.