En el mundo de la guerra muchos viven buscando comida, agua, medicamentos, en recorridos donde las madres cargan a sus hijos con un torrente de lágrimas que les cubre el rostro, padres que huyen en compañía familiar, núcleos sociales descompuestos que avanzan -como tomados de la mano- buscando el final incierto donde soportan las pesadumbres que llevan bofetadas del tormento de su destino.
Hombres en defensa de ideales, mientras escuchan detonaciones y bombardeos que en minutos eternos registran miradas de horror ante el desprecio por la vida, que cuando se arrodillan para alzar cuerpos infantiles destrozados, lanzan gritos de dolor que arropan la miseria de esas acciones que dejan caras tristes y miradas perdidas. Un destino donde lo difícil es sobrevivir, porque cuando no mueren por balas de hambre, perecen entre estruendos de una explosión.
Como la maldad ahoga los buenos sentimientos, el grupo humano con su maraña de silencios, conflictos latentes y desconcierto, termina por alimentar el deseo de combatir para vengar la muerte de seres queridos.
Ese tejido social complejo atiza como leños el fuego demoníaco que sacrifica al otro por ambición y poder, por defender una identidad, por orgullo, por honor, por acumular capitales o por afianzar una cierta forma de ver el mundo.
Siempre queda el recuerdo de ese hierro candente que arrasa vidas, que golpea cuando peligran ideales e intereses, mientras las respuestas de retaliación terminan siempre atrapadas en un torbellino de pensamientos que ahoga el aroma de las esperanzas por la vida, porque tarde se acepta que la violencia no se apaga con más violencia.
El ambiente hostil no se puede endilgar a un turbio pasado animal o una fatídica carga genética. No existen predisposiciones genéticas o raciales que expliquen las conductas violentas. La violencia tiene que ver con dinámicas comunicativas propias de la vida social y con espejismos culturales que nos han convertido en el único animal capaz de matar por una abstracción, o de asesinar por una idea.
Resulta muy grave cuando al hombre para obtener el poder que quiere, no le importa su reputación, ni la ética, tampoco la vida, y como no es limpio en su vida personal, ni en la manera de ver su entorno, termina con la vida del otro que nada vale.
Resulta un momento difícil en cualquier escenario social, quedar atrapado en ese ambiente donde la muchedumbre quiere huir de la pesadilla que deja cicatrices en el alma, dolores en el cuerpo, y las paredes de las construcciones presentan agujeros como testimonio y huella de los destrozos de la guerra.
Una coyuntura para las víctimas de la polarización y la violencia, del odio, de la injusticia, donde las miradas bondadosas encuentran que como pensar también es sentir, vale cualquier esfuerzo para superar las diferencias y enfatizar en las coincidencias, para que la humanidad agobiada pueda soportar el capítulo de la historia de esos hechos que mantienen fuerza en la memoria y se resisten a pasar al anaquel del olvido.