“Amo los relámpagos, las pesadillas, los seres extraños…” dicta una máxima escrita en francés en su estudio. A los 19 años profesor de Dibujo del Instituto Popular de Cultura de Cali, Colombia, es hoy uno de los pintores colombianos con mayor reconocimiento. De París trajo el gris y los ocres que campean en sus creaciones.
Jorge Montealegre, al igual que Homero Aguilar y otros maestros del Instituto Popular de Cultura, llegó a un nivel pictórico tan alto que, en algún momento, pensó que lo mejor era buscar las luces de París, otros espacios, otros ámbitos, donde su arte pudiera tener reconocimiento internacional.
Y lo logró, de una manera que despierta diariamente la admiración de quienes se aproximan a su obra y descubren ahí, como una huella perenne, los signos del mundo antiguo, del mundo clásico, imbricado con símbolos de la cultura colombiana.
Pocos pintores colombianos tienen hoy un sello particular; en los bordes de su creación se encuentra siempre un medallón en altorrelieve que habla desde el pasado con su bruñida consistencia. Puede ser un rostro, una flor, algún despojo del Partenón o de las ruinas romanas.
¿De dónde viene esta luz, esa referencia poética a mundos abolidos? Montealegre lo sabe bien; su mirada se llenó con los grifos y recreaciones de petroglifos que asomaban, unas veces risueños, otras, desde las sombras y el terror, en lo alto de capiteles corintios, de frisos, de columnas romanas en el mundo viejo de Europa. Figuras que parecen talladas en mármol, que tienen el brillo opaco de la piedra labrada por los años.
El maestro nació en Cali un 25 de julio de 1952, en la vereda Peñasblancas, en Pichindé. “Con mucho orgullo debo decir que bajé del campo. Mis padres eran campesinos; mi familia se dispersó a causa de la violencia. Hice mis estudios primarios en la escuela pública del barrio Saavedra Galindo. El bachillerato, hasta quinto, en el Juan XXIII. Fui pésimo en matemáticas; me gustaban las ciencias sociales y desde muy joven me incliné por el dibujo. A comienzos de los 60 mi madre vio claramente esa inclinación artística que tenía, y me matriculó en el Instituto Popular de Cultura. Empecé en el 65 y terminé en el 72; fui rebelde, a veces no iba a las clases. Tuve excelentes profesores. Mucho recuerdo a Lucy y Hernando Tejada, a Camilo Isaza, al Maestro Aragón, profesor de Dibujo, muy estricto, el que nos hizo entender que si no estábamos para elaborar un buen trabajo, no serviríamos para ser artistas. Siempre decía, “si usted no sabe dibujar, a qué viene por aquí. Váyase a sembrar yuca”. Estaba también el profesor Pablo Gálvez; nos dictaba Historia del Arte, y en la dirección el Maestro Junca; luego vendría Leonor Salazar de Quintero. Era muy agradable. En ese entones me incliné mucho por la figura humana, uno de los saltos que me hizo pasar de estudiante a participar en un salón de un nivel un poco más alto, como el Salón de Arte Joven del Museo La Tertulia; me sorprendió mucho que la figura humana me sirviera como un medio para decir tantas cosas. La mujer ha sido siempre para mí una representación poética, como un ser único, con todas las formas de maravillosas de expresión; pintaba personajes de la vida cotidiana en sus quehaceres. Luego fue la gran oportunidad, porque vino el Salón de Arte Joven del Centro colombo Americano y de otras asociaciones culturales. Gané un primer premio, una beca para ir a estudiar al exterior”, recuerda.
Viajó a Francia en 1972, con una beca de 1 año; ahí estudió en Bellas Artes. Decidió quedarse en París y su estada sumó 18 años. En 1998 fue a vivir en Estados Unidos, donde permaneció por diez años, muy intensos. Una galería de San Francisco exhibió su obra de manera permanente y participó también en colectivas en Florida, hasta que decidió volver a Colombia. Confiesa que siempre le ha gustado la docencia, la misma que asumió a sus tempranos 19 años en el IPC, como profesor de Dibujo, apenas culminó en la Escuela de Artes Plásticas, lo cual le sirvió de gran estímulo.”
Se fue París como otros, con su bulto de sueños, y con el “ego levantado”. Miguel González, el gran curador colombiano, le había dicho que partiera, “ándate, qué vas a hacer aquí”, le dijo, y Montealegre lio bártulos. Después de estar en París, fue luego a Madrid. Asentarse en la capital francesa fue muy difícil, por lo costoso de la ciudad, pero poco a poco fue ganando escalones. Su primer escollo fue el idioma, y empezó a estudiar francés, lo que le permitió ingresar al medio artístico. Empezó a trabajar en los talleres de bellas artes, ya en el grabado o la pintura. Al cabo de cinco años podía ya respirar financieramente, como lo recuerda ahora, aunque vivía “con los mínimos”. Iba a las universidades en busca de lo que dejaban los estudiantes en las mesas de las cafeterías. A veces recogía yogures, botellitas de agua. Su momento grande vino cuando participó en el Salón de Otoño del Grand Palais; la primera obra que expuso ahí la vendió por 3.500 francos. “Mucha plata, porque una renta costaba 500”, dice. Eso le permitió comprar materiales y continuar trabajando. Era un estímulo y a tiempo un desafío lo que sentía “porque había gente muy buena, lo que me decía que debía trabajar más”. Logró participar en el Salón de Latinoamérica, después de insistir tres años. Ello, lo hace manifestar: “En Paris hay mucha competencia dentro del medio artístico, pero prevalece siempre la autenticidad, la originalidad; los jurados valoran mucho la técnica y esto permite que haya progreso”.
En Sèvres, donde vivió, le organizaron una exposición individual y un homenaje como artista latinoamericano destacado. Fue ese momento el que lo obligó, por primera vez, a hablar francés en un pequeño discurso. Supo que su obra gustaba mucho, podía vender y vivir de su arte. Fu este el momento más alto y gratificante de su residencia en Francia. Al referirse a su peor tiempo ahí, expresa: “Tenía mi compañera, colombiana, y tomamos la decisión de separarnos; fue para mí algo muy difícil de aceptar. Este suceso fue el que me empujó a regresar. No aguanté, fui muy débil. Ella todavía vive en Francia con mis dos hijos, Laura y David. Laura es veterinaria. Sus hijas mayores, Erika y Lucía, viven en Estados Unidos.
Con respecto a los relieves antiguos en su obra, dice: “Todo empezó cuando visité el Museo del Louvre por primera vez. Me impresionaron las pinturas de Leonardo, los grandes dibujos en Santa Ana, y también los íconos religiosos; el de El Bosco me impactó por la forma y la composición. Me inclino a lo antiguo, a lo pasado, aunque reflejado hacia el futuro. También en París observaba la arquitectura de edificios muy antiguos. Los medallones en mi obra me permitieron evocar la escultura en pequeño formato, una identidad en forma de sellos en mi obra”.