La última cifra oficial publicada por el Ministerio del Interior no deja lugar a dudas: las agresiones a los cuerpos policiales del Estado —Policía Nacional y Guardia Civil— han alcanzado en 2024 un nuevo récord. Nada menos que 16.878 atentados contra agentes. Se dice pronto. Es la cifra más alta registrada hasta la fecha. Pero más allá del dato estadístico, lo que verdaderamente alarma es lo que revela: que en España pegar a un policía sale barato. A veces, incluso gratis.
Desde la llegada del actual gobierno en 2018, encabezado por Pedro Sánchez y con Fernando Grande-Marlaska al frente del Ministerio del Interior, el número de agresiones a policías no ha dejado de aumentar. En apenas seis años, se han producido más de 4.500 ataques adicionales. Eso supone un incremento del 28,5%, concentrado en el sexenio de este gobierno. En cualquier otro país serio, esto desencadenaría un debate político y social de calado. Aquí, sin embargo, se mira hacia otro lado.
Y si los datos son graves, su distribución territorial lo es aún más. La Comunidad de Madrid concentra 3.086 ataques —casi el 20% del total— seguida por la provincia de Barcelona con 1.890, Valencia con 1.147 y Cádiz, donde las patrullas sufren de forma continua las consecuencias del narco en el Campo de Gibraltar, con más de 500 agresiones.
Estas cifras no son solo una estadística; son el síntoma de un problema más profundo: la pérdida del principio de autoridad, la sensación de impunidad de los agresores y la inacción del Estado. En demasiados casos, una agresión a un policía se salda con una multa ridícula —en ocasiones de 50 euros— que, para colmo, ni siquiera se paga por la insolvencia del agresor. ¿Qué mensaje se está enviando a la sociedad? El mensaje es claro: en España, agredir a un agente de la autoridad apenas tiene consecuencias.
Mientras tanto, las reclamaciones de los sindicatos policiales se acumulan en la mesa del ministro sin respuesta: agravamiento de las penas por atentado, seguro de responsabilidad civil obligatorio —ordenado por sentencia del Supremo y aún no aplicado—, reconocimiento de la profesión de riesgo, equiparación salarial con otros cuerpos de policía, y mejora de los medios técnicos para garantizar la seguridad de los agentes en servicio.
Pero en lugar de escuchar estas legítimas demandas, lo que hace el Gobierno es exactamente lo contrario: plantear el recorte de la Ley de Protección de la Seguridad Ciudadana —la conocida como "ley mordaza" por sus detractores— que, en la práctica, es la principal herramienta que tienen los agentes para mantener la convivencia y proteger los derechos de los ciudadanos.
Resulta indignante. No solo se desprotege al agente, se desprotege al conjunto de la sociedad. Porque cuando se debilita la autoridad legítima del Estado, lo que se fortalece es el caos, la delincuencia, la impunidad. Las consecuencias las sufrimos todos.
La pregunta que debemos hacernos es sencilla: ¿a quién beneficia este deterioro progresivo de la seguridad? Y la respuesta, por desgracia, es inquietante. A quienes quieren una sociedad sin normas claras, sin autoridad, sin consecuencias. Una sociedad donde el agresor sea tratado con condescendencia y la víctima con sospecha.
Mientras tanto, los policías siguen en la calle, trabajando con profesionalidad, pese a todo. Pese al desprecio institucional, a la falta de medios, a las agresiones constantes y a los sueldos indignos. Lo hacen porque creen en su vocación de servicio. Pero esa paciencia tiene un límite. Y ese límite, si no se toman medidas, puede estar cerca de romperse.
España no puede permitirse dar la espalda a sus policías. Defenderlos no es una opción ideológica. Es una cuestión de Estado. De justicia. De dignidad.