El Reino Unido acaba de presentar un ambicioso Plan Sanitario a 10 años para su querido NHS (National Health Service). Bajo el lema “Fit for the Future” -preparados para el futuro -, promete tres cambios radicales: llevar la sanidad del hospital al barrio, pasar de lo analógico a lo digital y apostar más por la prevención que por la cura. Y, sin embargo, visto desde España, resulta imposible no esbozar una media sonrisa ante tanta épica: los ingleses, con gran fanfarria, parecen estar reinventando la rueda.
Porque, en el fondo, la “novedosa” idea de un sistema sanitario apoyado en la atención primaria, próxima al ciudadano, integrada y preventiva, no es nueva en absoluto. España, paradójicamente, ya la aplicó —al menos sobre el papel— hace más de sesenta años. Y lo hizo en el franquismo, nada menos, en un modelo que durante años fue casi denostado como una rareza ibérica, comparable sólo al sistema cubano.
En efecto, en España, la red de ambulatorios y médicos de cabecera se fue extendiendo desde finales de los años cuarenta, para dar cobertura a toda la población trabajadora y sus familias. Era un sistema estatal, universal (aunque inicialmente ligado a la Seguridad Social), gratuito en el punto de atención, y centrado en la medicina preventiva y asistencial. Este modelo, con sus luces y sombras, fue consolidado tras la Conferencia de Alma Ata de 1978, que consagró la Atención Primaria como eje fundamental para lograr “Salud para Todos”. Mientras tanto, en otros países europeos, incluida Inglaterra, la atención seguía más centrada en el hospital y en médicos que atendían en sus propias consultas, con la medicina de familia en un segundo plano.
Durante décadas, el modelo español fue tachado de arcaico o excesivamente estatalista, mientras se idealizaban los sistemas más descentralizados o basados en la libre elección de médicos particulares, como el británico. Hoy, sin embargo, el péndulo gira y el Reino Unido, sumido en la mayor crisis de su NHS desde la posguerra, redescubre que el verdadero ahorro y la verdadera eficacia se encuentran en el barrio, en la consulta cercana y en evitar que el enfermo llegue al hospital.
El Plan británico prevé multiplicar los centros de salud de barrio (Neighbourhood Health Centres), abiertos doce horas al día, seis días a la semana. Allí trabajarán equipos multidisciplinares: médicos de familia, enfermeras, farmacéuticos y psicólogos, todos comunicados entre sí. Se reforzará la atención domiciliaria, se darán más herramientas digitales al ciudadano y se crearán historiales únicos para evitar que el paciente tenga que repetir su historia médica una y otra vez.
La otra gran promesa es digitalizar la sanidad. El plan británico contempla una aplicación, la NHS App, que permitirá al ciudadano gestionar citas, consultar resultados, recibir teleasistencia o acceder a consejos médicos, todo desde el móvil. Es un avance indudable, aunque conviene recordar que en España ya existen herramientas como la receta electrónica, la historia clínica compartida o las apps de servicios regionales de salud, aunque todavía con diferencias notables entre comunidades autónomas.
La tercera pata del plan, la prevención, es quizás la más ambiciosa. Reino Unido planea prohibir la venta de tabaco a quienes nacen a partir de 2009, quiere restringir la publicidad de alimentos insanos y sueña con usar la genética y la inteligencia artificial para anticipar enfermedades antes de que aparezcan. Nada de eso es baladí, aunque queda por ver cuánta resistencia social y política encontrará un enfoque tan intervencionista.
Ahora bien, la verdadera clave de este plan no está en sus ideas —en su mayoría sensatas y en absoluto inéditas— sino en su ejecución. Y ahí los ingleses se juegan el futuro del NHS. Porque podrán diseñar la rueda más perfecta, pero si no logran que la impulsen los profesionales sanitarios, seguirá siendo eso: una rueda, quieta e inmóvil.
En España, como bien sabemos, el éxito de la Atención Primaria no depende sólo de tener buenos ambulatorios o una bonita ley de salud. Depende de médicos y enfermeros y otros profesionales motivados, bien formados y bien pagados, capaces de trabajar en equipo y con tiempo suficiente para cada paciente. Reino Unido afronta un reto similar: sus profesionales están quemados, escasos y hartos de burocracia, pero con una diferencia clave: no son cuasi funcionarios como aquí y, por lo tanto más fáciles de incentivar. El plan británico promete recortar la carga administrativa y dar más poder a los sanitarios. La gran incógnita es si lo logrará de verdad.
Al final, la verdadera modernidad no es tener centros de salud o apps, sino conseguir que todo funcione como un motor bien engrasado: una rueda, sí, pero con motor, y dirigida por sistemas digitalizados que permitan aprovechar al máximo el talento y la dedicación de quienes sostienen la sanidad día a día. En eso, más allá de discursos y planes, se juega el futuro de cualquier sistema nacional de salud, sea británico, español… o de donde sea.