En el crepúsculo lento del Renacimiento, cuando Europa comenzaba a entrever su modernidad bajo los ropajes aún venerables de la tradición, surgió una figura híbrida —alquimista de palabras, médico de epidemias, astrólogo de futuros inciertos— cuyo nombre resonaría durante siglos: Nostradamus. Michel de Nôtre-Dame nació en 1503, en la Provenza francesa, en una familia culta que le ofreció formación en letras, gramática y lógica. Intentó cursar Medicina en la Universidad de Montpellier, más fue expulsado cuando se descubrió su oficio anterior como boticario: en aquella época, la pertenencia a un “oficio manual” era vista como incompatible con la dignidad de los estudios superiores.
Ese revés, lejos de desalentarle, marcó el comienzo de su tránsito personal desde las prácticas terapéuticas hacia lo esotérico. Como boticario —término que entonces designaba más bien a farmacéuticos-curanderos— lidió con los estragos de la peste bubónica, promoviendo remedios sanitarios, higiene rigurosa y mezclas herbales, según la tradición. Pero, al tiempo que surtía a sus conciudadanos de bálsamos y pócimas, su mirada se alzó hacia los cielos: mezclando saberes clandestinos con alquimia y astrología, se forjó la reputación de hombre capaz de asir no solo los males del cuerpo, sino los impulsos del destino.
En 1555 apareció su obra fundamental, Les Prophéties —“Las Profecías”—, un conjunto de centurias de cuartetas enigmáticas, versos ocultos y arcanos, destinados a exponer futuros lejanos. Con esta obra, Nostradamus se elevó —o descendió— al rol de profeta universal y traductor de tiempos venideros. A su estilo austero le bastaba una palabra, un planeta, una imagen: todo cifrado, todo sugerido, nada dicho con certezas.
Con el paso de los siglos, sus seguidores han señalado en sus cuartetas profecías cumplidas: desde convulsiones sociales hasta catástrofes bélicas, incluso, según algunos, eventos tan modernos como la caída de torres gemelas y revoluciones. Esa capacidad de adaptarse a cada siglo, de ser reinterpretado a cada crisis, ha garantizado su inmortalidad simbólica.
Sin embargo, cuando hojeamos sus versos en busca del año 2026, nos encontramos con un silencio de siglos. No hay cuarteta que nombre literalmente ese año. Lo que sí hay son reinterpretaciones recientes: comentaristas contemporáneos han sumado tensiones geopolíticas, eclipses astronómicos y señales hoy reconocibles para asociarlas con pasajes de Nostradamus.
Entre esas lecturas modernas reaparece una advertencia clásica: “siete meses, gran guerra, gente muerta por la maldad” —frase atribuida a una de sus cuartetas antiguas, que muchos hoy leen como un presagio de conflicto global. Algunos extremos incluso aluden a catástrofes tecnológicas o a un “fuego cósmico”, símbolos que interpretan como amenaza de guerra o desastre —pero siempre esas sombras se proyectan al filo del simbolismo, nunca a la luz del dato concreto.
Y, sin embargo, acaso ahí resida la fortuna secreta de su legado: en la ambigüedad. Nostradamus no escribe crónicas, sino espejos oscuros donde cada siglo encuentra su propia imagen.
Quizás por ello, en este final del Renacimiento literario —esa aurora nostálgica que contempla con respeto las viejas formas del pasado, las rigurosidades del verbo antiguo, los matices del latín, las raíces profundas del arte de escribir— Nostradamus reaparece, no como un charlatán vano, sino como testigo de una tradición que no teme conjugar la ciencia, la fe, la nostalgia y lo invisible.
Tal vez 2026 no sea un año señalado por Nostradamus. Pero revivir su obra ahora, en pleno desasosiego, evoca un pasado donde la palabra poética aspiraba a sanar igual que una pócima, a consolar igual que un remedio, a advertir igual que una señal celeste. Y ese legado, modesto y severo, sigue siendo —en su tradición antigua— un raro don de incertidumbre.