“El hombre nace libre, pero en todas partes se encuentra encadenado.” — Jean-Jacques Rousseau, El contrato social (1762)
“Todos los hombres son creados iguales.” — Declaración de Independencia de los Estados Unidos, Thomas Jefferson (1776)
Las revoluciones americana y francesa no solo transformaron el poder político, sino que pusieron en movimiento una mutación radical en la forma en que los seres humanos se comprenden a sí mismos dentro de la sociedad. La primera, de raíz liberal, proclamó la defensa de los derechos individuales y el gobierno limitado. La segunda, más radical, avanzó hacia la justicia social, la participación popular y la transformación de las estructuras de poder. Ambas se gestaron en el crisol de la Ilustración, el humanismo racional y el ansia de libertad.
Nacimiento de dos grandes corrientes: liberalismo e izquierda
El liberalismo moderno tiene su fundamento filosófico en pensadores como John Locke, quien afirmó que el propósito del Estado es proteger la vida, la libertad y la propiedad. En esa misma línea, Thomas Paine, defensor de la independencia americana y luego protagonista de la Revolución Francesa, escribió:
“El gobierno, incluso en su mejor estado, no es sino un mal necesario.” (Common Sense, 1776)
La izquierda, en cambio, se definió no solo por la crítica al absolutismo, sino también al poder económico. Su espíritu se consolidó con el manifiesto comunista de Karl Marx y Friedrich Engels (1848), que denuncia:
“La historia de todas las sociedades hasta nuestros días es la historia de la lucha de clases.”
El siglo XIX y XX: promesas, fracturas y sombras
Durante el siglo XIX, los liberales defendieron el capitalismo de mercado y las libertades individuales, pero muchas veces ignoraron las desigualdades sociales. La izquierda, desde el socialismo utópico de Saint-Simon y Fourier, hasta la crítica radical marxista, exigió redistribución de la riqueza y control democrático de los medios de producción.
Ya en el siglo XX, los horrores de los totalitarismos marcaron a fuego las ideas. El liberalismo enfrentó el fascismo y el comunismo por igual, mientras que parte de la izquierda occidental cayó en la trampa de defender regímenes represivos en nombre del “pueblo”: desde Stalin hasta Mao. Como advirtió Isaiah Berlin, gran pensador liberal del siglo XX:
“La libertad para los lobos significa la muerte para las ovejas.”
El poder atómico y la hipocresía geopolítica
Tras Hiroshima y Nagasaki, el arma nuclear se convirtió en un símbolo de poder absoluto. Sin embargo, su posesión fue legalizada solo para unos pocos —Estados Unidos, Rusia, China, Francia y Reino Unido—, todos miembros permanentes del Consejo de Seguridad de la ONU. La izquierda, que había soñado con el desarme global, cayó en una trampa: condena el arsenal occidental, pero a veces justifica los programas nucleares de regímenes como Irán o Corea del Norte, si estos se enfrentan a “Occidente”.
El Tratado de No Proliferación Nuclear (1968) formalizó esta desigualdad: el mundo acepta un club atómico cerrado mientras exige desarme selectivo a los demás. El pensamiento progresista debería denunciar esta lógica colonial, pero muchas veces calla, atrapado en un antioccidentalismo automático.
Religión, autoritarismo y relativismo moral
Un capítulo delicado del presente es la relación de la izquierda con los regímenes teocráticos. En nombre de la diversidad cultural y el anticolonialismo, algunos intelectuales progresistas han cerrado los ojos ante la opresión, ejercida por gobiernos religiosos no democráticos, especialmente cuando estos se presentan como víctimas del imperialismo occidental.
¿Dónde quedan los principios universales del feminismo, de los derechos LGTB+, de la libertad de expresión, cuando se trata de países con leyes inspiradas en interpretaciones estrictas de textos sagrados?
Voltaire, uno de los padres de la Ilustración, ya advertía:
“Aquellos que te pueden hacer creer absurdos, pueden hacerte cometer atrocidades.”
Un llamado a la coherencia
La izquierda y el liberalismo, aunque distintos, tienen una raíz común: el universalismo humanista de la Ilustración. Hoy ambas corrientes están debilitadas por contradicciones internas. El liberalismo económico ha perdido el alma social que alguna vez tuvo, mientras que parte de la izquierda ha renunciado a la defensa universal de los derechos humanos en nombre de un relativismo geopolítico.
Recuperar la credibilidad implica volver a los fundamentos: la libertad con justicia, la igualdad sin uniformidad, la crítica sin sectarismo. Como advirtió Albert Camus, que enfrentó tanto al fascismo como al estalinismo:
“Si el hombre fracasa en conciliar la justicia y la libertad, fracasa en todo.”
Opino que los que no lo hacen, no solo traicionan al movimiento que generó la más grande revolución humana después de la revolución agraria, el humanismo renacentista, sino que son intelectuales inmorales debido a que responden a intereses de partidismo político.