Los niños que íbamos al colegio en los años 70, aparte de llevar las golosinas en la cartera, llevábamos otra cosa no tan dulce, pero mucho más nutritiva: la buena educación. Esa que nuestras madres nos resumían al oído antes de salir de casa, después de asegurarse que las uñas brillaban casi tanto como nuestros zapatos. Cuando salíamos a la calle y nos cruzábamos con el primer vecino, de nada servía saludarle con un desganado "Hola": había que saludarle con un entusiasta “¡Buenos días!”. Una vez en clase, cuando el profesor entraba, todos los alumnos nos poníamos automáticamente de pie, porque todos reconocíamos en él (o en ella) una autoridad no necesariamente hostil. Y al salir a la calle, cuando nos poníamos a jugar con la pelota y veíamos aparecer un guardia urbano, aunque no estuviéramos haciendo nada malo, bastaba una mirada de él para que la pelota se detuviera de golpe y no volviera a rodar hasta que su sonrisa desaparecía al girar la esquina.
Naturalmente, en aquella época, ni los profesores ni los guardias sufrían bajas masivas por depresión o ansiedad. Y los alumnos acabábamos la Educación General Básica sin haber oído hablar de dichos trastornos. Como nuestras madres no tenían una ridícula obsesión por parecer maniquíes de pasarela (ni siquiera de escaparate), ningún niño estaba tan contaminado como para decirle a otro: “La madre de Fulanito parece una ballena”. El respeto nos lo faltábamos entre nosotros mismos. Si alguien te llamaba gordo, tú le llamabas cuatro ojos, y si él te llamaba cuatro ojos a ti, tú te quitabas las gafas por si te devolvía la colleja que le acababas de dar. Claro que había matones, pero éstos conocían muy bien los límites, porque en aquella época aún no había llegado la moda de criminalizar a los policías para poder victimizar a los delincuentes. El noventa por ciento de los niños no sufría acoso escolar, porque el único acoso que se padecía en aquella época era el que sufríamos los guapos por parte de las niñas, que a pesar de su corta edad, ya mostraban un stendhaliana sensibilidad para reconocer a los que pertenecíamos a ese escaso diez por ciento restante. Quienes no mostraban ninguna sensibilidad eran nuestros padres cuando llegábamos a casa con un suspenso e intentábamos defendernos, argumentando que el profesor nos tenía manía. Al escuchar esto, ellos, en vez de presentarse como nuestros abogados defensores, uno se anunciaba como juez y el otro como fiscal, y después de un juicio sumarísimo, nos condenaban un mes entero a la privación de nuestros juguetes preferidos, un mes entero sin salir los fines de semana, o peor aún: un mes entero sin ver a las azafatas del Un, dos, tres... Por supuesto, en esos trabajos forzados iba incluido el asistir a clases extraordinarias para recuperar cuanto antes la asignatura suspendida, cuya nota, en la próxima evaluación, nos comprometíamos a que no bajara de un notable.
No disfrutábamos con la violencia, porque en los salones recreativos no había juegos donde pudiéramos cultivarla hasta el paroxismo. Los más violentos eran la bolera, la máquina del millón, el futbolín y el billar, pero no nos excitaban lo suficiente como para salir a la calle a quemar contenedores, asaltar tiendas, destrozar coches, ni apedrear a los antidisturbios. Respetábamos tanto los uniformes, que no nos atrevíamos ni a contarle un chiste al cartero.
En aquella época, los niños no sólo sabíamos que los Reyes eran los padres. También que nuestros padres no eran reyes, porque ellos se encargaban de recordarnos su condición laboral a la hora de negarnos la compra de un juguete caro o de darnos la paga semanal. Esa paga siempre escasa que nos obligaba a visitar a la abuela y llenar su cara de besos, para después salir corriendo con la promesa de que no nos chivaríamos a nadie de su secreta complicidad. Nuestros padres no eran reyes, pero en la mesa nos obligaban a comportarnos como príncipes, pues ésta había que respetarla como si fuera un miembro más de la familia. El respeto a la mesa era casi tan exigente como el respeto a la abuela, a la que por cierto todos, absolutamente todos, llamábamos de usted. La mesa no era como ella, que a veces se hacía la sorda. En la mesa, cualquier falta o descuido hacían un ruido parecido al de la sirena de una ambulancia. Y cuando eso ocurría, el color de nuestras mejillas adquiría la misma tonalidad. La llave que abría todas las puertas era pedir las cosas por favor, y dar inmediatamente las gracias permitía dejar esas puertas semiabiertas para la próxima ocasión. La abuela se hacía la sorda, pero no la tonta, pues cuando el domingo nos preguntaba si habíamos ido a misa y nosotros le decíamos temerariamente que sí, ella nos interrogaba para saber qué había dicho el padre Tal en la homilía. Y en caso de no saberlo, la propina disminuía automáticamente a la mitad. Una sanción que en realidad sólo duraba hasta el momento que ella decidía conmutarte la pena, preguntándote cuáles eran las capitales o las montañas de ciertos países. Con toda naturalidad, tú las contestabas todas sin fallar ni una, entre otras razones porque ella, con la misma naturalidad, te preguntaba siempre las mismas.
En aquella época, los niños usábamos poco el victimismo, principalmente porque no servía de nada. El valor más preciado, y que destacaba por encima del resto, era la meritocracia. El talento se demostraba a través del esfuerzo y el éxito mediante el sacrificio. Todo lo contrario de lo que ocurre hoy, donde cualquier joven puede medir su éxito, no por el peso de su talento, ni de sus estudios, sino por el número de seguidores en una red social. Es el triunfo de la meritogracia, es decir: de todos ésos que se burlan de los valores clásicos, porque han llegado a la cima sin haber aprendido a escalar. Por eso, la mayoría se precipita al vacío con la misma velocidad que ha ascendido.
Según mi analista, de los años escolares en Barcelona, sólo conservo dos traumas. El primero, por haber pasado mi pubertad teniendo que escuchar la música de Miguelito Bosé para reblandecer el corazón de las chicas (un sacrificio que por no ser lo suficientemente valorado por ellas, nunca me sentí lo suficientemente indemnizado). El segundo trauma los sufrí por haber estado tantos años viendo la foto del Generalísimo junto a la pizarra. Respecto al primero, conseguí superarlo gracias a los abonos familiares que nos permitían asistir a los conciertos y óperas del Liceo. Respecto al segundo, he de confesar que sigo medicándome por culpa de los franquistas que aún me preguntan por qué Franco tuvo que haber muerto, y de los antifranquistas obsesionados en recordarme que está más vivo que nunca.