A pesar de haber tratado anteriormente el tema del igualitarismo, quiero hacerlo una última vez desde otro prisma: el de la envidia. La única igualdad a la que debemos aspirar es a una cierta equidad en el punto de salida, aunque jamás la lograremos en la meta puesto que las características físicas, intelectuales, y morales de cada ser humano son diferentes. Lo justo es que cada cual reciba según su productividad, como no puede ser de otra manera en libertad. Lo contrario es arbitrariedad y coacción, lo cual es poco democrático.
Por lo tanto, siempre habrá desigualdad, y realmente esto no es relevante, porque lo más importante es garantizar la igualdad ante la ley y la mayor reducción posible de los dos principales factores de inequidad, la pobreza y el desempleo.
Para entrar en materia empezaré por algunas citas de personalidades notables:
- Eurípides: “los pobres, inclinados a la envidia, son engañados por los discursos de líderes perversos”
- Lulio: “la envidia es querer bienes del prójimo sin merecer la posesión de los mismos”
- Baronesa de Staël: “el igualitarismo a cualquier precio es la obsesiva meta final del envidioso, prefiere la igualdad en el infierno a la gradación en el paraíso”
- Unamuno: “la envidia es la madre de la democracia, los envidiosos no pueden sufrir que otros se distingan”
Las bajas pasiones del ser humano como la envidia, el odio y el rencor, no han cambiado con el correr de los siglos, ni la forma en que los políticos se aprovechan de ellas para manipular a las masas. Ocurría en la democracia ateniense hace 2.500 años, y sigue pasando en el siglo XXI.
Lamentablemente la envidia es uno de los factores que impulsan las políticas contra la desigualdad. Por definición la vida no puede ser jamás uniforme, y materialmente tampoco. En las dictaduras comunistas de Lenin, Stalin, o Mao, las desigualdades económicas eran elevadas. Los obreros industriales cobraban mucho más que los campesinos, y según Max Eastman, las élites del partido cobraban 50 veces los salarios más bajos pagados en Rusia.
Según el famosísimo Leon Trotsky, en 1939 el 12% superior de la población soviética recibía el 50% de la renta nacional. Queda claro que es imposible que no haya diferencias económicas, y si es inevitable que las haya, sólo es lícito que sea en base al esfuerzo, talento y capacidad de cada uno, y no en función de la arbitrariedad del poder político. Por definición, cualquier político igualitario es como mínimo autoritario, y por lo tanto contrario a la libertad.
La envidia juega un papel relevante en la política desde que el hombre existe, y muy especialmente desde la revolución francesa. A partir de entonces, los partidos del igualitarismo no han cesado de azuzarla como medio de alcanzar el poder, especialmente desde la época de Marx y Engels.
Un cuerpo social sano que aspira a prosperar debería tratar de emular a los mejores, a aquellos que alcanzan las posiciones cimeras entre los emprendedores, los científicos e investigadores, literatos, juristas, etc.… Este deseo de mejorar mediante el esfuerzo personal, en el marco de la libertad de empresa y la propiedad privada, es lo que ha hecho prósperos a los EE.UU, a Japón, Taiwán, Corea del Sur, Singapur, Suiza etc..
Sin embargo, en los países dominados por la socialdemocracia y el socialismo no se fomenta la emulación sino la envidia hacia los mejores. Esto es así porque favorece la división y la polarización, estupendo caldo de cultivo para la manipulación de las masas por los políticos populistas de corte igualitarista. La división de la sociedad es su mejor herramienta para alcanzar el poder.
Como dice Fernández de la Mora, “un enmascaramiento muy actual de la envidia colectiva es la justicia social, la igualdad es la promesa paradisíaca para el envidioso, el aliciente definitivo”. Y para conseguir esto, la herramienta, tanto hoy como ayer, es demonizar y confiscar a los exitosos para mejorar a los menos prósperos y productivos, creando así una red de clientes cautivos.
En un artículo publicado hace meses argumenté con datos objetivos cómo países con muy elevados impuestos y un enorme estado del bienestar redistribuidor, como España, Francia e Italia, están estancados y ven retroceder su renta media disponible mientras aumenta la pobreza, el desempleo y el endeudamiento. Las políticas igualitarias y redistributivas no funcionan, como no funcionan los controles de alquileres o de precios. Hay infinidad de ejemplos que confirman esto.
La envidia empobrece a la sociedad moral, social y económicamente mediante la promoción de políticas igualitarias que desincentivan la producción y la inversión, menosprecian el desarrollo personal fruto del mérito y del esfuerzo, y atacan la propiedad privada. La envidia jugó su papel en la condena a muerte de Sócrates por el pueblo, debidamente manipulado por los demagogos, y lo mismo puede decirse del ostracismo de Arístides el Justo o el de Aristóteles.
Hay que desconfiar de los políticos igualitarios que excitan la envidia y el odio hacia los mejores (como Ortega y Roig), que culpan a los más exitosos de todos los males de aquellos que no prosperan como sería deseable. En su lugar debemos fomentar la emulación, la búsqueda del mejoramiento personal con el fin de vivir de nuestro trabajo y elevarnos en la escalera social.
La mayor igualdad material posible viene indirectamente por medio del aumento de la productividad y la reducción del desempleo y de la pobreza. Para lograr esto es imperativo mejorar notoriamente la formación del capital humano y alcanzar al menos el top 10 de la OCDE en materia de libertad económica. Esta es la forma no coercitiva de acercarnos al ideal inalcanzable de la igualdad de oportunidades en una sociedad más equitativa. Todo esto no excluye políticas sociales incentivadoras destinadas a aquellos que por motivos objetivos no logran vivir de su trabajo.
Sin embargo, España lleva muchos años entre los peores del programa de evaluación internacional de los estudiantes de la OCDE (PISA) por culpa de nuestros políticos igualitarios. También estamos entre los últimos en materia de libertad económica. Esto no ocurre por casualidad, es el resultado de su tendencia a maximizar sus posibilidades de alcanzar el poder mediante la manipulación de las bajas pasiones, lo que se traduce en políticas que empobrecen a la sociedad y generan mayor inequidad.
Es necesario desconfiar de este tipo de políticos, y sobre todo no juzgarles por sus intenciones sino por sus resultados.