Colombia lleva décadas luchando contra el mismo monstruo: el narcotráfico. Pero ese animal de mil cabezas ya no se presenta con rostro de fusil ni se refugia en la selva. Hoy viste de traje, susurra al oído de funcionarios, financia campañas electorales, se sienta en juntas directivas y domina territorios con violencia, estrategia e inteligencia. Mientras la opinión pública se distrae en polarizaciones estériles, surge una forma sofisticada de criminalidad que ha tomado posiciones dentro del propio Estado. El país está ante una nueva tiranía: la del narcotráfico enquistado en el poder.
La situación no es nueva, pero sí más grave. El país sigue arrastrando problemas estructurales que lo hacen vulnerable: tiene una de las mayores desigualdades del planeta, alta concentración de la riqueza, un aparato productivo ineficiente y una economía dependiente de productos primarios sin valor agregado. A esto se suma un Estado débil, permeado por la corrupción, que ha fracasado una y otra vez en ofrecer alternativas sostenibles a millones de jóvenes que hoy ven en el crimen organizado, pese al riesgo, una salida más rentable –y menos incierta– que cualquier proyecto legal.
Lo más inquietante es que el crimen ya no actúa solamente desde la violencia. Ha mutado. Se ha vuelto más fino, más astuto, más empresarial. Los cárteles no solo controlan rutas y territorios, ahora también administran puertos, infiltran instituciones, compran decisiones políticas y contratan expertos en tecnología e inteligencia. No son solo amenazas armadas; son estructuras multinacionales del crimen, capaces de moverse con mayor eficacia y rapidez que muchos Estados.
El Clan del Golfo, heredero del paramilitarismo, es hoy una corporación del delito con presencia en más de 200 municipios y conexiones en 28 países. Opera como una red flexible, subcontratando sicarios, infiltrando empresas, controlando puertos y rutas. Es narcotráfico, sí, pero también minería ilegal, extorsión, tráfico de personas y lavado de activos. Es una organización híbrida: local en sus bases y global en sus conexiones. La cocaína colombiana que trafican es comprada y redistribuida por cárteles mexicanos como Sinaloa y Jalisco Nueva Generación, con quienes comparten inteligencia, logística y rutas.
Pero la amenaza no es exclusiva de Colombia. Es global. La ‘Ndrangheta italiana es una prueba de ello: un imperio criminal basado en la discreción, el análisis estratégico y el poder económico. Con sus redes familiares, ha perfeccionado el arte del lavado de dinero y la infiltración en economías legítimas. Ya no necesita violencia visible para mandar; le basta con controlar flujos financieros y cooptar actores clave del sistema.
La inteligencia criminal se ha convertido en el arma más poderosa de estas mafias. Mientras los gobiernos se ven atados por reglas, controles internos y burocracias, los criminales actúan sin restricciones éticas ni legales. Estudian perfiles de funcionarios, analizan cadenas de mando, identifican puntos débiles. Y corrompen. No con amenazas, sino con sobornos estratégicos, promesas de poder o silencios bien pagados.
En este contexto, la discusión política en Colombia parece una tragicomedia. Se debate sobre reformas y escándalos, pero se elude la discusión de fondo: ¿quién manda realmente en el país? ¿Hasta qué punto las decisiones institucionales están libres de interferencia criminal? ¿Qué posibilidad tiene un Estado corrupto de combatir mafias que ya están adentro, mimetizadas entre las élites económicas y políticas?
El desafío es monumental. Y no se resolverá con más fuerza pública ni con discursos rimbombantes. Se necesita una transformación profunda: de la justicia, del sistema político, de los controles al financiamiento electoral, de la relación entre poder y economía. Y, sobre todo, se necesita una ciudadanía crítica que no se deje encandilar por los discursos moralistas mientras los tentáculos del crimen siguen creciendo. Lo cierto es que desde 1974 a 2025 han pasado 11 presidentes y, pese a victorias pírricas, el narcotráfico aumenta de manera exponencial.
Colombia no puede seguir actuando como si estuviera enfrentando una amenaza externa. La alerta está adentro. Es estructural. Es silenciosa. Es inteligente. Y si no se reconoce como tal, si no se articula una respuesta de país –más allá de partidos y coyunturas–, la historia recordará a la nación como esa sociedad que, habiéndolo visto todo, decidió no hacer lo suficiente. La palabra la tienen los candidatos a la presidencia 2026-2030. La decisión es de la ciudadaní