Aquella mujer no pedía limosna para sobrevivir sino para sufragar una cuestión estética, SU cuestión estética. Y es que desde el momento en que subió en Legazpi hasta ahora, a la altura de Vicente Aleixandre, en el preciso instante en el que se dirige a mí con una sonrisa caída y los dientes ennegrecidos con tinta de impresora, ha recaudado hasta cinco euros defendiendo una causa perdida: la mutilación exacerbada del cuerpo como forma de arte. «No es para tanto», asevera con su lengua viperina, bifurcada en dos extremos, como veneno de serpiente. «Las personas se perforan las orejas y otras partes del cuerpo, se tatúan y buscan una ascensión estética… Lo que yo hago es otra forma de trascender, menos comprendida y por qué no decirlo, más arriesgada». Estoy seguro de que aquellos que le han dado una moneda es por temor a que su muñón izquierdo acabe rozándoles o, peor aún, implorando que estiren sus bolsillos. Con el brazo derecho, socavado con un implante subdérmico que emula las branquias de los animales marinos, saca de su bolsillo una tarjeta. Me la da: «Tatiana Decker, transhumanista del siglo XXI».
Solo Dios sabe sus motivos, pienso, mientras rebusco en mi cartera alguna moneda suelta. «No hace falta, dice», pido por gusto no por necesidad. «Es más fácil conseguir algo de dinero aquí a que te contraten con los ojos inyectados en tinta azul y con los brazos inutilizados». Sin embargo, me pide que no me preocupe, que gracias a La Iglesia de la Modificación Corporal puede subsistir sin demasiados apuros. «La idea», continúa, «es fortalecer el vínculo entre cuerpo, alma y mente, como todo arte que se precie». Extrae una barrita de chocolate y la abre como puede con ayuda de la boca. El chocolate se camufla con el negro de sus dientes limados. Mientras mastica dice: «no me mires así. Tienes demasiados prejuicios. Lo que pasa es que no entendéis que el cuerpo es un lienzo, un escenario desde el que gritar y actuar… Parte de este espectáculo que llamamos vida. No hago daño a nadie, solo a mí». Se limpia la boca con un pañuelo arrugado mientras me fijo en su ceja. «¿Esto? Tengo un anillo dentro de la ceja. Otro implante subdérmico por si te interesa. El doctor Vidra es una eminencia. Mano de santo».
Fue su primer implante, nada más entrar en La Iglesia de la Modificación Corporal. Por aquel entonces trabajaba en un Subway y el encargado la despidió por incumplir el reglamento de vestimenta de la empresa. Tatiana demandó a Subway alegando que se trataba de una práctica religiosa y, lo peor, es que salió victoriosa. «Eso me permitió continuar con mi purificación».
Llegando a Puerta del Ángel es un hombre quien mira con desprecio o incomprensión (dos formas que para Tatiana son la misma) el cuerpo bendecido de la chica. Ella dice que las miradas son lo de menos y que, al ser ajenas, no pueden importarle menos. Se bajará en Alto de Extremadura no sin antes acariciarme con su muñón inquieto y susurrarme al oído: «Pasamos mucho tiempo tratando de averiguar qué piensa los demás sobre nosotros». Su lengua de serpiente desaparecerá entre el murmullo de las personas que ahora me miran a mí fijamente.