Durante siglos, la enfermedad y los medicamentos han sido, como casi todo en la vida, un reflejo de las diferencias sociales. La literatura, el arte y los documentos históricos están repletos de ejemplos donde la dolencia y su remedio marcaban con claridad la línea divisoria entre ricos y pobres.
La salud ha sido, como tantas cosas, asunto de clases. Dios nos hizo iguales, pero las enfermedades no siempre han opinado lo mismo. Y si no, que se lo digan a la literatura, siempre presta a retratar males y remedios, a menudo con más drama que eficacia terapéutica.
Ahí está la gota, conocida como la enfermedad de reyes y banqueros. No en vano se la consideraba castigo divino por los placeres de la mesa y la bodega. El célebre Dr. Johnson, autor del primer diccionario inglés, apenas podía calzarse las botas del dolor que sufría. Y recordemos a Felipe II, que, además de imperio, cargaba con unas articulaciones hinchadas como botijos. Mientras tanto, Sancho Panza, que malamente podía llenar el estómago, no tenía gota, sino ganas de comer. ¡Ventajas de la escasez!
La tuberculosis, o tisis, fue democrática en su alcance, pero elitista en su expresión romántica. Las damas decimonónicas, como Margarita Gautier en La Dama de las Camelias, consumiéndose bella y pálida en su lecho, mientras se alimentaba exclusivamente de marrón glasé; y dejando tras de sí, un pañuelo bordado… y una buena factura de jarabes y tónicos. Entre los pobres, en cambio, la tisis era menos poética y más mortal, sin remedio ni lirismo, salvo el consuelo barato de alguna tisana de herbolario.
Y cómo olvidar el cólera, que en el siglo XIX arrasaba barrios obreros y apenas rozaba los salones aristocráticos. Dickens lo retrata de forma indirecta en sus novelas, describiendo cloacas nauseabundas y barrios londinenses donde la miseria era campo abonado para la bacteria.
La misma separación se reflejaba en los medicamentos. Los boticarios de las grandes ciudades ofrecían preparados sofisticados a quienes podían pagarlos: polvos exóticos, tónicos traídos de las colonias y remedios secretos guardados celosamente. Mientras tanto, el pueblo llano recurría a las hierbas, a la medicina casera o, en muchos casos, a la resignación. No solo había medicamentos para ricos y pobres, sino que existía incluso una farmacología “de lujo”, donde entraban las fórmulas magistrales exclusivas -algunas con piedras preciosas o perlas -, los elixires importados y ciertos remedios que circulaban en ambientes aristocráticos, eso sí, con el mismo resultado, o incluso peor, que no tomarlos.
Sin embargo, en las últimas décadas, hemos asistido a un fenómeno que habría resultado impensable para nuestros antepasados: la democratización de la enfermedad y de los medicamentos, en España y Europa. Aunque las epidemias recientes, como la COVID-19, han mostrado que ni los más poderosos son inmunes a ciertas amenazas sanitarias.
Por otro lado, los avances científicos y los sistemas sanitarios han llevado a que muchos medicamentos, antes exclusivos de minorías privilegiadas, estén hoy disponibles para quien los necesite. El Estado, la industria farmacéutica y los sistemas de salud han contribuido a acercar los avances médicos a toda la población, haciendo posible que personas humildes reciban terapias de última generación que hace décadas estaban fuera de su alcance.
Además, la llegada de innovaciones terapéuticas de altísimo precio, como las terapias génicas o algunos medicamentos huérfanos, ha reabierto el debate sobre si la salud puede volver a convertirse en un privilegio, en este caso no ligado a la economía, sino la rigidez de los protocolos – donde uno puede ser excluido por edad o por beber o fumar - para su prescripción y administración.
En definitiva, aunque la frontera entre las enfermedades de ricos y pobres se ha difuminado, persisten matices que conviene no olvidar. La medicina ha avanzado enormemente en términos de equidad. La lucha por la verdadera democratización de la salud continúa – sobre todo fuera de Europa- en un mundo que, si bien ha avanzado mucho, no ha logrado aún borrar del todo las huellas de su pasado.
Eso sí, hay dolencias que ni el más sabio médico sabe tratar, como la soberbia, la avaricia o la estupidez; son males universales que no figuran en ningún vademécum, aunque a veces vendría bien tener una buena pastilla para ellos.